Mi nuevo coche me ordena que me ponga el cinturón de seguridad mediante un pitido que no deja de sonar hasta que el enganche ha sido introducido en su acople. Un amigo me ha dicho que su coche, que no es de la misma marca que el mío, también se pone muy pesado con su soniquete avisador de cinturones no abrochados. Hasta ahora no había conocido una máquina que mandara más que una persona: o te cruzas el cinturón o estaré agobiándote con mi estridente cántico hasta que me hagas caso, aunque te desplaces cien metros y no quieras abrochártelo porque te estás recuperando de una lesión de tres costillas magulladas. ¿No basta con que me avise durante medio minuto, por ejemplo?

Creo que les estamos dando mucha confianza a las máquinas y se están pasando de listas. Fíjense lo que ocurrió con las máquinas de escribir. Eran herramientas que dependían totalmente de nuestros dedos para realizar su trabajo, pero les concedimos más funciones, como el corrector de errores y la justificación automática, y empezaron a rebelarse hasta que se convirtieron en procesadores de texto que prescindieron del papel y se permitieron pensar por nosotros, de manera que corrigen por sí solas los deslices ortográficos y léxicos que cometemos. Ahora son programas imprescindibles de ordenadores, máquinas éstas a las que confiamos en principio la gestión y contabilidad de empresas y ya han empezado a administrar nuestras vidas. ¿Y qué me dicen de la calculadora? Comenzó siendo un rudimentario contador de bolas de madera llamado ábaco y ha llegado a tomarse la confianza de tardar diez segundos en hacer cálculos que nosotros hacemos en varios minutos. Otras máquinas aún más sofisticadas trabajan y no cobran salario, ello las ha llevado a ganarse puestos de confianza que antes realizaban varios operarios ya prescindibles para la empresa, o sea parados. Ojo con las máquinas mandonas que pueden terminar sometiéndonos a sus antojos. Yo, de momento, vigilaré mi coche para que no aprenda a conducir solo.