Cantautor

Los antiguos peregrinos del Camino de Santiago no solían terminar su ruta en Compostela. Iban un poco más allá en su recorrido, hasta la Costa de la Muerte. Con ojos asombrados contemplaban los bellísimos acantilados del fin de la tierra. Allí terminaba el mundo. Ellos, durante su ruta, cumplían el viejo deseo de morir, de quemar lo viejo, para nacer de nuevo. Para revivir a una vida más plena, libres del dolor y del miedo a la muerte. Es decir, libres del miedo al futuro.

Hoy la sociedad no tiene semejantes deseos, bárbaros y medievales. Ahora somos modernos. Nos basta con consumir, que parece ser cura la tristeza, y de acumular dinero, que parece ser da seguridad y autoestima. Y mientras, viejos barcos a la deriva envenenan el mar, arruinan a la gente que de él vive, matan las aves, la flora, la fauna y organizan un sainete político de responsabilidades que nadie está dispuesto a asumir. Todos allí, con cara compungida, a lamentarse de lo ocurrido, mientras paisanos y voluntarios limpian las playas negras de crudo con un cubo y una pala. Nadie dimite porque nadie, parece ser, es responsable de que hayamos montado la economía del mundo sobre un bien perecedero. Ya solucionarán los hombres del futuro estos problemas, parecemos decir. Que se las vean ellos con los residuos radiactivos, con el aire irrespirable, con el cambio climático. Mientras, sepamos lo que ocurre desde el salón de casa, en nuestro televisor. Desde aquí las desgracias del mundo son confortables, y siempre podemos zapear y ver los novios cubanos de nuestras estrellas, la belleza inmoral de nuestros anuncios, o la juventud y destreza de nuestros futbolistas. Que a nadie se le ocurra llevar a nuestro salón comedor ninguna otra clase de marea negra.