María Pespunte es la tierra. Mi tierra. Extremadura, de la que me es imposible partir del todo porque es inmensa. Se expande como el corazón cuando se ama sin remedio. Hoy en mi cabeza las anotaciones y ocurrencias no hacen sino trazar caminos por el folio con el mismo y acuciante problema que ella padece: la dispersión geográfica. ¿Por dónde empezar de nuevo en este «patio de columnas»? ¿Hacia dónde dirigir la mirada o dónde reposar los impulsos?

No puedo empezar sino agradeciendo la posibilidad del «regreso». El retorno a estas páginas hilvanadas para siempre en la hilatura de mi vida. Me acuerdo de Caballero Bonald: «cada sombra en su sitio, cada luz en su tiempo».

Estemos o no en disposición de celebrarlo, lo cierto es que existe un vínculo poderoso en la nervadura de los afectos que cristaliza en este mismo momento. En este mismo lugar: UNA CASA A LAS AFUERAS. El encabezamiento, la idea de renombrar así esta columna, representa para mí el lugar desde el que me siento a escribir, la circunscripción destinada al que emigra y debe aprender el arte de la navegación.

Una casa a las afueras, porque estoy aquí, alejada. Distante pero justo al lado del patio de mi casa, como quien se arrulla en una banastra de ovillos a contemplar el día, la luz y el viento que ondula entre cerezos. Mi casa que es María Pespunte y me llama. Me ha llamado todo este tiempo hilando al corsé la popelina.

Esta María que es más negra que blanca, con tintes de penumbra y textura de pana vieja. Gastada de tantos pespuntes; come pan duro en la trascocina, un paraje para el ensueño, adoquinado de melones, calabazas, castañas. La tierra endosando amores y memoriales. No hay más opción que amarla, contrarrestar así los golpes que el campo recibe un día y otro con su lluvia de palos. Hay temporales para los que María Pespunte no está preparada y el pobre de su marido agricultor sale de buena mañana cantándole al trigo, sin más abrigo que el aire.

María Pespunte es mi abuela y es mi pueblo y es mi casa y mi tejado ennoblecido por líquenes que esparcen al mundo su perfume de as albas, con esa tonalidad de humo que se acaricia y se besa cuando María sale a echar su brasero. Allí cerca, hay también un atrio rodeado de viejos que se aman por última vez.

Una hereda hasta el olor de su abuela. Los afanes y ademanes. Puede que hasta el más diminuto de los rosarios que dejó bajo la cama, sobre la mecedora o escondido entre los muchos afluentes de su costurero.

Nunca quise curarme de Extremadura, esa cicatriz que no cierra porque alguien dejó la herida entreabierta. Bendito desastre de sutura, pues ahora padezco de calambres a causa de mayúsculas claridades. María Pespunte la nombro desde hoy.

María Pespunte por su terquedad de periferia anda cosida a la tierra. Allí vive esperando que algo suceda; no tiene más faena que poner su casa a ventilar, al albur de corrientes casi atlánticas que llegan esquivando el Algarve.

Extremadura es un faro, pero esto nadie lo cuenta en las noticias del medio día. Será porque es el antónimo de la palabra «mar». Lo cierto es que María Pespunte vive esperando el desembarco diario de una luz que nadie más posee. Nos alumbra la intensa luminosidad del éxodo irremediable y así es como pétalo a pétalo han ido muriendo de pena los pueblos. Una casa y luego otra... de todas ellas se ha marchado María Pespunte, dejando maletas llenas de vestidos de domingo y el ajuar de piedritas de río.

Desde esta casa a las afueras se ven pasar a diario corrientes fluviales de «marías», cada una de ellas con su marido agricultor bien zurcido al corazón, a modo de «pespunte».

*Periodista.