Prueba de que los milagros acontecen es aquel cartel de Diamantino Vizeu. Estaba allí, colgado de una pared, encendido frente a la escuela de Vila Franca de Xira. Estaba allí cuando tenía que estar. Toro, toureiro, capote de paseo. Mario Coelho, que por entonces no pasaba de ser un rapazinho, quedó también colgado. De Diamantino, de su capote de paseo, de su apostura y de la promesa de vivir conforme a las reglas de la caballería andante. De milagro. Allí, por primera y última vez, colgaba un cartel de toros. Años cuarenta, de milagro un cartel a color, como sueñan los niños, en colores. Estaba porque aquel menino tenía que ser torero. En general, los milagros lo explican todo de manera mucho más convincente que las más sabias explicaciones de todos los sabios que en el mundo han sido.

Mario Coelho tomó la alternativa en Badajoz, allá por Santiago del 67. Esa tarde, cuando el toro dobló, el torero hincó una de sus rodillas en tierra y, lo que pudo parecer un desplante a moro muerto, no fue sino un gesto en honra al amigo caído. «Toiro! Eh toiro! Meu bom amigo valente!» Mario es alto, viste traje gris claro, uno de esos trajes que solo lucen los muchachos de 18 y los caballeros bien plantados, como Mario, de 81. A Mario solo le falta morir en los ruedos. Él quiere. Cuando un toro le abrió las venas en Zafra, cuando la pierna reventada le pesaba como el plomo, se sintió contento de pagar el tributo de los valientes. Y volvió a la cara del toro, sangrando, en un gesto tan torero y tan portugués como el que cantara Amalia Rodrigues: «Não há cavalos nem varas, não há farpas, capa ou espada. Faz-se uma pega de caras, com corpe e alma e mais nada…».

Olivenza espera. Conseguir entrada se está poniendo difícil. Olivenza, es como el cartel aquel, el de Diamantino Vizeu. El deslumbramiento de las luces. Seis mil a cielo abierto. Luego están los otros, los que en invierno mantienen viva la llama en las catacumbas de la fe. Las peñas, los círculos y las gentes del toro. Mario Coelho habló el jueves en el Club Taurino de Badajoz. Estuve y no lo olvidaré mientras pueda recordar. El miércoles, en el Museo de las Ciencias del Vino de Almendralejo, el que estuvo fue Víctor Mendes. Con él, otro caballero lusitano, Don Joaquim Grave, ganadero de lustre. Y tampoco lo olvidaré. Cien, doscientos aficionados velando armas. Ellos, los aficionados cabales, son la levadura de la fiesta. Oyendo a los que saben porque llevan, los unos y los otros, la cruz del toreo a las espaldas. España y Portugal, la misma arena, el mismo toro de una punta a la otra.

La tarea de quienes se esfuerzan por levantar estas semanas taurinas, la de Almendralejo y la Badajoz por ejemplo, coincidentes en el tiempo por cierto, es meritoria. Lo hacen porque no saben que es imposible hacerlo. Manolo Sánchez, el Moreno Chico, en Almendralejo y Mateo Giralt en Badajoz. Ellos y sus cuadrillas. Como dijo el otro, y Mateo sabe bien quién es ese otro, «Nuestra tarea es difícil hasta el milagro, pero nosotros creemos en el milagro».

Y termino. Después de torear en Pamplona, porque torear toreamos todos los que viajamos de plaza en plaza, Hemingway volvía contrariado por unos artículos que le reclamaban desde los USA y que tenía sin escribir. La noche, la carretera, ¡aquellas carreteras!, y el silencio. Mario Coelho conducía. En esto don Ernes, como si don Antonio Machado le navegara el torrente sanguíneo, muy serio, en el silencio, en la noche oscura, repito, muy serio, le dijo a Mario: «¡Lo que daría yo por poner un solo par de banderillas como los que pones tú, Mario!» Al menos así lo contó Mario Coelho en ese templo-trinchera, destartalado, heroico y bello, que es el Museo Taurino de la calle López Prudencio.