Nadie podría deducir de las "muy altas instrucciones" dadas por Mohamed VI para llamar a consultas, y además "por un periodo indeterminado", al embajador de Marruecos en Madrid que se trata de un jefe de Estado amigo, que presume de mantener una relación de privilegio con el rey Juan Carlos desde antes de suceder en el trono a su padre, Hasán II. A la vista de los últimos acontecimientos y de las decisiones tomadas que más parece que se trata de una reacción extemporánea que enturbia innecesariamente las relaciones hispano-marroquís. Unas relaciones, además, que están convalecientes, puesto que fueron rescatadas por Rabat y Madrid de la confusión bajo la que quedaron sepultadas durante los ocho años de gobiernos del PP, que incluyó el sainetesco episodio de la isla de Perejil, un estrambote impropio de unas relaciones internacionales maduras.

El origen de la crisis, la visita que los Reyes realizarán el lunes y martes próximos a Ceuta y Melilla, apenas tiene consistencia y se diría que obedece a una especie de sarpullido del Reino alauí, ante el hecho de que el viaje no tiene otro significado que su carácter institucional, respaldado por las autoridades de ambas ciudades autónomas y sin que en ellas se hayan detectado expresiones de desagrado ni entre la población de ascendencia europea ni de ascendencia marroquí. Y es innecesario insistir en que Ceuta y Melilla son territorios bajo soberanía española desde hace cinco siglos, y reconocidos como tales por la comunidad internacional.

Cabía esperar, no obstante, pero dentro de la gesticulación diplomática al uso y para exclusivo consumo interno, que Marruecos emitiera alguna señal de disgusto por este viaje. Incluso forzando mucho el argumento podía aceptarse como inevitable para alimentar el nacionalismo rampante en que fundamenta la monarquía alauí que Ceuta y Melilla fueran consideradas ciudades "expoliadas" u "ocupadas", calificativos utilizados por los portavoces marroquís. Pero ir más allá de esta escenografía perfectamente previsible se antoja un despropósito, una actitud desmedida que puede tener consecuencias más serias y llegar a dañar la estrecha cooperación que existe a ambos lados del Estrecho.

Hace bien el Gobierno en quitar importancia a la situación porque ni debe ni puede plegarse a las exigencias marroquís en nombre de la seguridad, el control de los flujos migratorios y los intercambios económicos. Ni puede abordar la situación en el Sáhara Occidental como un asunto meramente interno de Marruecos ni las relaciones con Argelia, suministrador insustituible de gas, pueden quedar mediatizadas por terceros. Sería un comportamiento injustificable, contradictorio incluso con la conducta de Marruecos, que nunca ha dudado en favorecer, en defensa legítima de sus intereses, los vínculos financieros con Francia --el último ejemplo, el contrato del AVE marroquí-- aunque fuese en detrimento de España.