Hace poco, y casi coincidiendo con el Día Internacional del Trabajo, se cumplieron doscientos años del nacimiento de Karl Marx. Todos los grandes filósofos han cambiado el mundo con sus ideas. Platón y Aristóteles amueblaron ideológicamente Occidente (y parte de Oriente) durante dos mil años. Los filósofos ilustrados generaron la atmósfera cultural en que se gestó la Revolución francesa. Y Marx puso los cimientos teoricos del sistema político que adoptó la mitad del planeta durante el siglo pasado, amén de dejarnos en herencia términos tan familiares ya como los de «lucha de clases», «ideología», «plusvalía» o «alienación», concepto este último con el que Marx describía el estado al que se veía reducido el trabajador en la economía industrial.

Hay que tener en cuenta que Marx concebía el trabajo como la actividad por la que el ser humano -como ser eminentemente activo que es- desarrolla sus aptitudes, logra reconocimiento social y forja su identidad proyectándose en aquello que hace, esto es: transformando el mundo a imagen de sus deseos e ideales.

Ahora bien, el tipo de tareas que la economía industrial ofrece al trabajador no tiene nada que ver con todo esto. El obrero industrial -afirmaba Marx- no decide ni planifica su trabajo, ni proyecta en él su subjetividad, ni puede tener por él ningún interés genuino. El trabajo del obrero consiste en producir objetos estándarizados dirigidos a rentabilizar el capital invertido. ¿Qué interes humano puede tener esto? Ninguno. Es por ello que el trabajador se siente alienado.

La alienación (de la raíz latina «alien»: otro, extraño) es el estado en que se encuentra aquel que no se reconoce en lo que hace. Y ningún ser humano puede reconocerse siendo medio o instrumento de fines ajenos (ajenos también a su propia naturaleza humana). De ahí que todos los trabajos que tienen como fin el mero beneficio de otro (de ese «alien» -el capital- que no produce pero posee los medios para producir) son alienantes.

El trabajo alienante obliga a hacer las cosas sin arte ni parte y sin poner en ellas el alma. El trabajador mismo se convierte en mercancía de usar y tirar. Esta cosificación deshumanizadora convierte al obrero en un extraño para sí. Si la Ilustración era la utopía de un mundo a la medida del ser humano, el capitalismo, en el que las personas ni siquiera pueden reconocerse como tales, representa su perfecta antítesis.

¿Sigue siendo pertinente el concepto marxista de alienación? Desde luego. La mayoría de los trabajos disponibles hoy son tan embrutecedores e indignos como lo eran en el siglo XIX. Y no me refiero solo a aquellos tan mecánicos que podrían ser perfectamente ejecutados por una computadora o un androide, sino también a aquellos otros en que la creatividad y el ingenio se ponen al servicio de objetivos insignificantes -como especular o producir cosas superfluas-, o innobles -como expoliar o engañar a la gente-...

Nadie se puede implicar personalmente en ocupaciones cuyo fin primordial es el beneficio económico (el beneficio de otros, para más inri) y, sin embargo, es eso lo que exige hoy la «filosofía» de las grandes compañías: un compromiso absoluto. Es decir: una alienación total, aún mayor que la que detectó Marx hace dos siglos. A los jóvenes que hoy buscan empleo -y a cambio de contratos infames- las empresas les piden completa disponibilidad, una «entrega» que, dada la naturaleza del trabajo disponible, solo puede ser un triste simulacro de vitalidad, un «darlo todo» a cambio de la nada del dinero (o de su expectativa). Un simulacro compensado (o más bien prolongado) por ese otro sucedaneo de plenitud que proporcionan el consumo o la industria de ocio.

¿Qué se puede hacer entonces? La filosofía nos descubre que las cosas más «improductivas» (los placeres sencillos, las relaciones desinteresadas, el trabajo vocacional, el arte, el afán de conocer, la reflexión) son aquellas por las que justamente merece la pena vivir y luchar. Pero el sistema entero nos infunde lo contrario: que hemos de ser entregados esclavos por un poco de dinero y entretenimiento. Filosofía vs. alienación. Ahí seguimos. Con Marx.