Es difícil no adoptar una posición cínica ante el reiterativo espectáculo de las elecciones. Las teatrales arengas -o monólogos humorísticos- de los mítines, los falsos debates televisivos (donde todo -temas, posiciones, réplicas...- está previsto y solo se espera con interés el error o la bronca), las declaraciones retóricas carentes de todo contenido, las vehementes tertulias en torno a nimiedades y escándalos... hacen sospechar a cualquiera que la verdadera política, si la hay, ocurre, secretamente, más allá de ese inacabable show mediático frente al que tratan de mantenernos, como a niños, en estado de excitación permanente.

Lo grave, no obstante, es que esa actitud cínica se extiende al sistema entero. Porque la democracia no solo sufre una pérdida de prestigio en cuanto a su representación simbólica (sometida a los códigos y ritmos de los medios y redes sociales), sino también una profunda crisis de legitimidad y eficacia ligada, entre otras cosas, al descrédito de los partidos -las instituciones que, con diferencia, menos confianza generan en la ciudadanía-.

Existen sobradas razones para suponer una relación entre la falta de eficiencia del sistema y unos partidos que, en permanente campaña electoral, o en eternas negociaciones con otras fuerzas (o consigo mismos) para lograr, conservar o recuperar el poder, apenas tienen margen de maniobra para ocuparse de los problemas de la ciudadanía. De otro lado, la percepción de tales partidos como castas acomodadas y subordinadas a los grupos de influencia que, a cambio de favores, financian su incesante guerra mediático-electoral, está, innegablemente, en la raíz de la crisis de legitimidad de nuestras democracias.

Por esto, resulta esperanzador recordar que el sistema electoral de partidos no es más que una forma posible -y mejorable- de democracia. De hecho, si tomamos un poco de perspectiva, descubriremos que el sistema de partidos y elecciones fue adoptado, en los dos últimos siglos, como un freno al poder popular, desde la aristocrática idea de asegurar el gobierno a una élite de «ciudadanos distinguidos» entre los que el pueblo podría elegir (pero solo eso) a sus representantes. ¿Pero es todavía esta fórmula -la democracia representativa partidista y electoral- la mejor de nuestras opciones?

De entrada, y como muestra la historia -de Hitler a Putin o Erdogan-, las elecciones no siempre garantizan la calidad democrática del resultado. Menos aún cuando, para contrarrestar el elitismo del sistema de partidos, se apuesta por liderazgos populistas o por fórmulas de «democracia directa» (ya sabemos dónde llevan el populismo y el antiparlamentarismo, sean del signo que sean). Pero tampoco la solución está en gobiernos tecnocráticos, carentes de legitimidad democrática y de competencia para resolver problemas genuinamente políticos. ¿Entonces?

Inspirados por viejos popes de la democracia moderna (Montesquieu, Rousseau, Tocqueville...), una serie de filósofos y politólogos actuales (Barber, Fishkin, Goodwin, Van Reybrouck...) lleva años abogando por modelos de democracia deliberativa en los que, además de una cámara de políticos electos, se instituyan otras de ciudadanos elegidos al azar. Al fin: si todo el mundo es igual de bueno para votar u opinar (en las decisivas encuestas de opinión), o para formar parte de jurados populares, ¿por qué no también para legislar y gobernar? Una cámara de ciudadanos voluntarios elegidos por sorteo y en constante rotación tiene además otras ventajas: resulta indudablemente más representativa, no está condicionada por guerras mediático-electorales y negociaciones partidistas, y sus miembros no necesitan corromperse para financiar su carrera política, pudiéndose permitir el lujo de dedicarse, únicamente, a servir al interés general...

Pero más aún que todo lo anterior, una cámara legislativa aleatoria rompe con la distinción entre gobernantes y gobernados, haciendo realidad aquello que Aristóteles ya consideraba como piedra angular de un sistema político: la participación en la vida política real de todos los ciudadanos. ¿No es para pensárselo?