Esta vez, no es exagerado el adjetivo «histórico» para referirse al acuerdo sobre el fondo de reconstrucción y el presupuesto 2021-2027 que alcanzaron los jefes de Estado y de Gobierno de la UE. Histórico porque tras una maratoniana negociación los Veintisiete dieron un salto hacia adelante en la integración europea aprobando un mecanismo de ayuda a los países más afectados por la pandemia que contempla herramientas nunca utilizadas hasta ahora, como la mutualización de la deuda y la ayuda directa. E histórico también porque se inicia el camino para dotar a la unión de una política fiscal, una necesidad ineludibe para poder financiar una deuda que la Comisión Europea asumirá.

En cifras, el acuerdo contempla un paquete financiero formado por 750.000 millones del plan de recuperación más 1,074 billones para los presupuestos de los próximos siete años. El plan de reconstrucción se divide en 390.000 millones de euros en transferencias que no hay que devolver y 360.000 millones más en forma de créditos. España recibirá 140.000 millones del fondo de recuperación (72.700 en forma de subsidios), una cantidad equivalente al 11% del PIB español. Es comprensible la satisfacción del Gobierno que preside Pedro Sánchez, ya para una economía tan endeudada como la española esta inyección es capital para soportar el envite de la pandemia y poner los cimientos de la recuperación.

En este sentido, la condicionalidad aparejada a la ayuda debe entenderse más como un objetivo y acicate que como un intervencionismo similar al de la troika en Grecia durante la pasada crisis, por poner un ejemplo. La obligación de destinar el dinero a reformas que reorienten a España hacia una economía digital y verde constituyen una oportunidad casi única para no perder el tren del progreso. Los países más reacios a las ayudas no logran el derecho a veto, pero sí un mecanismo de intervención que en el caso español no debería utilizarse. Es el propio interés de España destinar esta ayuda a modernizar la economía.

Y es que el veto que preconizaba Holanda como cabecilla de los países más duros con el acuerdo casa mal con el espíritu de la integración europea. Alemania (crucial el papel de Angela Merkel, cuyo legado sin duda incluirá esta cumbre) y Francia entendieron muy bien que la crisis del covid era una oportunidad para avanzar en la integración europea a través de corresponsabilidad financiera. El acuerdo no es un acto de solidaridad, sino de cohesión, de respeto al principio de reciprocidad y de defensa del mercado único del que tanto se benefician países como Holanda. Su primer ministro, Mark Rutte, se lleva a su país un cheque al estilo británico con el que intentar apaciguar a la extrema derecha. No es poco, pero en términos políticos no es mucho.

Ahí radica una clave de vital importancia del acuerdo: en tiempos de populismos y de auges nacionalistas, cuando el ideal europeo y el discurso de la integración flojean, los Veintisiete envían el mensaje de que la UE hoy es parte de la solución y no de los problemas en una era convulsa e incierta.