Por un año no me libré de "hacer" el BUP, que aumentaba en uno el número de años de estudio previos a la universidad. No eran tiempos boyantes para Extremadura, y a muchos jóvenes cacereños, hartos de pasear nuestros escurridos bolsillos por Cánovas y Pintores, no nos quedó más remedio que poner de moda la socorrida costumbre de pasar las tardes sentados en las escaleras de "la plaza". Por suerte para los que "vinieron detrás", cuando alcancé los 26 empezaron a aplicarse pequeñas ayudas y descuentos para menores de 25, que cuando cumplí los 31 se ampliaron, casualmente, hasta los treinta. Para entonces, en base a la extendida convicción de que la edad buena para ser madre estaba entre los 25 y los 35 años, so pena de pecar de irresponsable, yo ya me había aplicado en traer a mi primera hija al mundo, justo antes de encontrar mi primer trabajo con lo que, dicho sea de paso me perdí los 15 días de vacaciones por la boda, los correspondientes meses de baja por maternidad, y lo peor de todo, los típicos regalos de los compañeros.

Tampoco eran buenos tiempos para la maternidad, y aunque ya entonces las feministas reclamábamos un sueldo, como ayuda a los gastos que ésta acarrea, y guarderías "decentes" en la que dejar a nuestros "vástagos", con 2.000.000 de parados, y en plena reconversión industrial, nadie nos tomaba muy en serio.

La suerte quiso que amamantara a mis hijas justo antes de que la conciliación de la vida familiar y laboral se inventara. En aquellos tiempos, no tan distantes, ser madre suponía renunciar a desarrollar una actividad mínimamente competitiva, y ser a la vez trabajadora más que un reto, era una batalla diaria. Naturalmente, como a la mayoría de los padres, nunca me acogió el derecho a que mis hijas fueran atendidas en una guardería pública.

Ahora que con entusiasmo asisto al magnífico momento en que los nuevos padres van a percibir la ayuda de 2.500 euros anunciadas por Rodríguez Zapatero , por cada hijo, y los 6.000 anunciados por Guillermo Fernandez Vara en Extremadura a partir del segundo de ellos, amén -y que sea pronto- de las esperadas guarderías públicas, que liberarán a nuestros pequeños del riesgo de caer en los "antros", a todas luces irregulares, a los que hemos tenido que recurrir hasta hace muy poco, la mayoría de las madres, no puedo por menos que emocionarme.

Pero el cuidado de los hijos no acaba con el uso de pañales, papillas y potitos, ni el gasto desaparece con la edad de escolarización obligatoria, sino que al contrarío que otros animales de rápido crecimiento, las personas nos vemos obligados a cambiar de talla cada año hasta pasados los 18, por decir poco, y los padres se ven penalizados con un continuado gasto en renovación de vestuario al que, por si fuera poco, y debido al cada vez más prolongado periodo educativo, entre 14 y 30 años, al que sometemos a nuestros hijos, se le suma un gasto anual en libros y material escolar, presupuesto aparte para nuevas tecnologías, del que muchos no se liberan hasta la jubilación y que yo, como tantos padres extremeños, sigo pagando religiosamente cada año, aunque les pueda resultar inverosímil que mi "raquítico" sueldo de funcionaria esté por encima del umbral máximo contemplado por las ayudas.

Y mientras, como otros padres de mi generación, contemplo sinceramente contenta, a pesar de aplaudirlas con una "mijina" de sana envidia, las tan esperadas ayudas, tampoco pierdo la esperanza de que, con mucho empeño y algo de suerte, algún día también los padres con hijos celíacos se vean, al igual que en los países desarrollados, cubiertos con ayudas lineales que garanticen a cada enfermo -más de 1.500 en Extremadura- la cobertura económica de las especiales necesidades de la dieta sin gluten, gasto al que hasta ahora hemos tenido que hacer frente, salvo excepciones, sin ninguna ayuda, y en mi caso concreto por partida doble.

A mi generación nos ha tocado hacer frente a los gastos de libros de texto, materiales didácticos, y hasta excursiones de estudios durante todas las etapas de la educación, y de matricula, transporte, alojamiento y manutención, en la universitaria, todo ello a base de un gran sacrificio económico. Por eso seguiremos luchando para que, aunque nosotros no lo disfrutemos, cuando a las familias que ahora estrenan las nuevas ayudas les llegue ese momento no les tiemblen las rodillas al echar las cuentas, como es ahora nuestro caso.

Algunas generaciones han soportado la guerra, otras el hambre. A los de la mía nos tocó el regalo de saltar desde el abismo hasta el primer mundo, casi viajando en el tiempo, que no es wv00]poco, y sobre las ayudas a la maternidad ¿que llegan tarde? Perdonen que, una vez más, recura al refranero popular, pero "más vale tarde que nunca".

*Profesora de Secundaria