Entre la realidad y la ficción hoy se crean o se destruyen verdades de diseño, tristemente en función del capital que las respalda.

Lo bueno y lo malo ya no dependen de la calidad del producto, sino de los recursos empleados en la campaña que lo sustenta.

El mejor champú es el que contrata a la tía más buena para el anuncio, y la mejor merienda, no es ya la más sana, si no la que paga el mejor informe científico sobre sus cualidades. El dentífrico que usamos lo anuncian en la Primera, el yogurt en la Segunda, el perfume en la Tres, y el detergente en la Cinco. Los estadios de fútbol se han convertido en una exposición de anuncios, y las carreras de Formula 1, de motos y ciclistas son una simple coartada para promocionar determinadas marcas, y las pasarelas de moda un lucido escaparate para vender complementos de las firmas que las financian.

A pesar de todo y aunque a nadie se le escapa la influencia manipuladora de los medios y de la publicidad, todos entramos en el juego, y acudimos al medio que nos cuenta lo que queremos oír, aun sabiendo que también los periódicos dependen de quienes los financian, casi siempre las instituciones y empresas que en ellos se anuncian.

Nada más fácil que manejar a las masas con instrumentos como la tele, tan cercanos, tan nuestros, tan capaces de colonizarnos desde un ángulo del salón, mientras despreocupados nos dejamos caer en zapatillas y bata sobre el sofá. Levantar un ídolo es ahora más fácil que nunca, y llegar a serlo ya no requiere grandes hazañas, ni siquiera la obtención de estudios superiores, o especial dedicación a tarea alguna. La gloria no es actualmente para los grandes científicos que han encontrado la vacuna contra el virus del papiloma, o descubierto los mecanismos del envejecimiento celular, ni para los grandes genios de la ingeniería o la informática, sino para el guaperas elegido por los canales televisivos y la prensa.