Autor teatral

Hoy empieza el carnaval. Hoy, nos quitamos las máscaras, que en estos días nos liberaban el alma. A partir de este miércoles es cuando nos disfrazamos, para seguir mintiendo en lo que nos queda de año.

El body y las peluconas, las tetas de cartón piedra y el morado libidinoso de un cardenal son las auténticas fantasías de nuestro sueño real. Lo que quisimos ser y por lo tanto, somos. No hay que recurrir a interpretaciones somnolientas y soporíferas para deducir que las variopintas máscaras, que en estos días se han paseado por nuestra geografía, no eran más que un desdoblamiento de lo que nunca nos atrevimos a ser: la puta espatarrada provocando deseos desde una entrepierna de neón; el monje de saya sudada, que guardaba su canto gregoriano en un miembro de berraco; el policía aguerrido tras una mujer cansada de serlo. Son estos artilugios los verdaderos complementos de nuestra inconsciencia. Son estos días el reflejo de lo que hubiéramos querido que nunca fuera nuestra existencia.

Pero, como todo pasa y todo queda, es ahora cuando verdaderamente empieza la mascarada. Y todos, absolutamente todos, nos ponemos las caretas que mejor vienen a nuestros caretos. Rostros duros, que nos certificarán que el personaje que bordamos sigue el buen camino para que no sea descubierto por los toros. Jugar es el verbo que mejor le viene a esta carnestolenda universal. Jugaremos a ser hombres y mujeres de pro y provecho; a profesionales honradas que sólo se miran en el bien común. A ONGs altruistas que se insomnian por tanta injusticia de este mundo. A Quijotes misilizados destruyendo el eje del mal. Seremos maridos respetables, aunque los moratones de la irracionalidad no manchen la solapa de nuestros trajes, sino el alma y los surcos violáceos de las caras de las mujeres. Políticos de verbo trío y cálculo caliente, a la búsqueda del paraíso perdido en un 25 de mayo. Máscaras de emigrantes, petrificados sus rasgos en una hucha del domund. Seremos la fachada como un Dios farandulero manda: la sonrisa y la tragedia de una Talía pagana. ¡Cuesta tanto, tanta imagen para tantos años!

Sin embargo, seguiremos fiel a la máscara y al personaje que nosotros hemos creado en este teatro del mundo. El charcutero venderá salchichas sandungonas, a euros rebajados de piropos, a la cuarentona que hace tiempo no le han dicho guapa. El cura estampará jueces en los senos de las beatas, mientras sus ojos espirituales se masturban con el cilicio de la soledad. El macho arrinconará de supremacía al marica irrisorio, mientras el deseo de lo desconocido le produce sueños pecaminosos.

Y así un día tras otro: jugando a los banqueros y a las cenicientas. Ensayando con poses marcadas, las máscaras que se adornarán de nuestro epitafio.

Sólo en carnavales volvemos a lo que fuimos; a la serenidad de una conciencia dormida, que por unos días se vio libre de toda carga, de todo intento de culpa.

Mientras, estamos condenados a llevar la nuestra. La que hace que cada mañana nos recuerde la víctima que somos. La máscara de la rutina que somos. La máscara de nuestra realidad.

No a la guerra.