La mascarilla va a ser el símbolo de nuestro tiempo. Desde que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia, en la primavera pasada, la mascarilla es el eje de una batalla que tiene más de cultural que de política. La mayoría nos hemos resignado a usarla, por nuestro bien y por el de los demás, pero otros muchos han decidido desafiar las recomendaciones y las normas que obligan a llevarla, alegando pérdida de libertad personal.

Aunque es ahora cuando empezamos a sospechar que se va a convertir en la seña de identidad de esta era, lleva milenios en uso. Parece que las más antiguas provienen de las orillas del Mar Muerto, del lugar que hoy llamamos Israel, donde unos arqueólogos encontraron unas antiguas máscaras de piedra, que datan de hace unos nueve mil años, empleadas durante las ceremonias y rituales en los que por aquellos pueblos campesinos representaban a sus antepasados con el fin de no olvidarlos.

Esas primitivas máscaras tenían grandes agujeros para los ojos. La idea de que los ojos son el «espejo del alma» es tan antigua como la cultura occidental. Quizás de ahí provenga el rechazo actual de mucha gente a la mascarilla, porque solo deja ver exactamente eso, nuestros ojos, que equivale a decir nuestra alma. Paradójicamente, la mascarilla nos desenmascara.

Sin mascarilla acaso sea más fácil ocultar nuestra verdadera naturaleza. Llegados a este punto, acaso sea el momento de reconocer definitivamente que en realidad siempre hemos ido por ahí enmascarados tras nuestro propio rostro. Esto lo contó muy bien Juan Carlos Aragón, en aquella maravillosa comparsa que cantó en italiano, «La Serenissima»: «con máscara nos liberamos/ y así nos desenmascaramos/ y somos eso que queremos ser/ (que solo con la máscara podemos ser)./ Por eso nuestra vida solo es una máscara».

UNO DE LOS CAMBIOS tal vez irreversibles de este tiempo aciago es el vuelco de algunos constructos sociales. Si siempre habíamos asumido que si te cubres la cara estás ocultando tu auténtica esencia, y que por el contrario ser una buena persona o un buen ciudadano era ir «a cara descubierta», ahora, con la pandemia, nos están diciendo que serás un buen ciudadano si te cubres la cara, que usar mascarilla define qué tipo de persona eres, tu solidaridad, tu preocupación por los demás. Pero a mucha gente le cuesta aceptarlo, porque no es fácil modificar, en solo seis meses, milenios de cultura, de costumbre social.

En lo que duran dos estaciones el coronavirus ha transformado nuestra individualidad y ha fabricado una especie de rostro colectivo unificado. Hemos perdido nuestra intimidad, construida en torno a nuestra máscara. De repente, un pequeño apósito de tela nos ha desenmascarado. Ahora se nos ven los ojos, solo los ojos, y en ellos, sin tapujos, todo lo que realmente somos.