La treintena de personas muertas en un tiroteo en la Universidad Virginia Tech vuelve a colocar a la sociedad norteamericana ante la realidad indefendible de que 200 millones de armas en manos de particulares hacen del país un lugar peligroso e inseguro, sujeto a la cruel arbitrariedad de delincuentes, iluminados y desequilibrados de gatillo fácil. Con independencia de los detalles que concurren en el caso, caben pocas dudas de que seguramente están en relación directa con la insólita facilidad con la que en EEUU es posible hacerse con un arma so pretexto de que todo ciudadano tiene derecho a la propia defensa. Lo que en el práctica hace de cada norteamericano armado un peligro potencial. Es poco probable que la matanza de Virginia Tech induzca al Congreso de EEUU a someter a revisión principios constitucionales de finales del siglo XVIII, cuando, además de por razones culturales, los padres fundadores del país encontraron en la milicia popular el mejor y más barato sustituto de un Ejército regular. Pero sería una ingenuidad sostener que la tradición es el primer y único argumento que, en gran medida, ha convertido a Estados Unidos en un país de familias armadas. Por encima y al margen de los argumentos de la Asociación Nacional del Rifle, de las ligas de ciudadanos que proliferan en la América profunda y del perfil muy conservador de los ideólogos de las esencias patrias, los fabricantes de armas no están dispuestos a renunciar al suculento negocio que obedece al principio de armas para todos. Aunque lo que en otros lugares acaba, como mucho, a gritos o a golpes, en el suyo lo haga a tiros.