El proyecto de reforma de la legislación sobre el aborto ha puesto en las últimas semanas de nuevo sobre la mesa las diferentes varas de medir la madurez de un adolescente. El proyecto que maneja el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero establece que la decisión de abortar será exclusiva de la mujer a partir de los 16 años, sin estar obligada a comunicar la decisión a sus padres aun siendo menor de edad.

Se trata de una propuesta polémica, con argumentos bien fundamentados en pro y en contra del proyecto, que, en todo caso, ha tenido la virtud de someter a revisión la diversidad de mayorías y minorías que establece la ley. Así sucede que mientras la edad penal se alcanza a los 16 años, no se puede obtener el carnet de conducir hasta los 18, pero sí se puede conducir un ciclomotor o un minicoche a partir de los 14. Tampoco es posible comprar un paquete de cigarrillos o asistir a un espectáculo en el que se sirven bebidas alcohólicas antes de los 18, pero basta una dispensa especial para contraer matrimonio a los 14 y todo mayor de 12 años puede ser citado por un tribunal de justicia y declarar como testigo.

Estos ejemplos son suficientes para aquilatar hasta qué punto las disparidades de criterio han movido a los legisladores, aunque en general se atienen a la capacidad de obrar del menor y a lo establecido en la Convención de los Derechos de la Infancia, aprobada por la ONU hace una veintena de años.

Se trata de dos criterios respetables, pero en todo caso insuficientes y que van por detrás de la realidad social y el sentir de los jóvenes, que viven la experiencia formativa de la adolescencia con pulsiones bastante diferentes al marco de referencia de quienes redactan las leyes.

El descenso de la mayoría de edad política --que otorga el derecho de voto-- de los 21 años a los 18, que adoptaron casi todos los países de Occidente antes de finalizar la década de los 70, introdujo cambios sustanciales en los comportamientos sociales.

Al aprobarse en España la Constitución de 1978, también fue la frontera de los 18 años la que estableció la mayoría de edad electoral; 30 años después hay políticos, padres y educadores que defienden que el derecho de voto debería rebajarse a los 16 años.

Pero la inmensa mayoría de ellos defienden también que tal reforma no puede adoptarse sin mejorar los mecanismos de información y educación que en estos momentos tienen los adolescentes en nuestro país. En cuyo caso, quizá, y solo quizá, fuese posible reducir el número de mayorías de edad que ahora proliferan en nuestras leyes.