Hubo un tiempo en que para ser ministro había que tener méritos (sobrados) para tan alta magistratura. Méritos a cascoporro. Méritos a la primera y por derecho. Méritos de esos que hacían levitar a los padres de la lumbrera. Lo que vienen siendo los méritos desde que nos tildamos de civilizados. Pongan por ejemplo a ese pavo que obtuvo --a mordiscos, sacrificios e insomnios-- el mejor expediente académico de su promoción. No una vez, sino varias (porque lo suyo para tener méritos en aquellos días de fausto recuerdo era haberse zumbado más de una carrera). Méritos en una Universidad donde habitaban, por cierto, los mejores. Méritos, pongamos por caso, consistentes en haber publicado metro y medio completo de sesudos estudios sobre intrincadas cuestiones. Méritos como haber sido, de paso, el número uno en su oposición (y cuando hablo de oposición me refiero a la de abogados del Estado y de ahí para arriba si las hubiera). Méritos y amén. Amén todo ello de una brillante (e intachable) trayectoria profesional. No méritos dislocados al tuntún, sino todos en armonía. Esos y otros méritos de la misma o mayor enjundia. O sea, méritos.

Luego están los urinarios de pared. Trasunto de todas nuestras urgencias. Molleras de fría porcelana. Útiles, sin duda, los urinarios de pared. ¡Soberbios mingitorios de la patria mía! Redondos, ovalados o rectangulares, suspendidos o apoyados de la pared,... Al gusto del que paga. Tienen su utilidad, pero carecen de mérito. Solo porcelana. Es más, su utilidad depende de la altura a la que se coloquen; y vengo observando que en los últimos años se colocan a una altura impropia. No me tengo por bajito. Cuando me tallaron para la mili (ya de la mili ni hablamos) medía uno setenta y cuatro centímetros. Puede que, como el país, algo haya perdido en estos años, pero no más de dos o tres centímetros. Para mí que ahora colocan los urinarios de pared a una altura inconveniente por descabellada. Por demasiado alta para sus méritos (perdón, utilidades) y los de los usuarios. Uno roza donde antes ha rozado otro al poner donde puso lo mismo que el otro puso. O sea, mal. Y más mal para los más bajitos. ¿En qué extrañas contorsiones, en qué ridículos saltitos han de orinar los bajitos de España? Y es que, hasta para eso conviene tener cierta altura tal. Dicho lo dicho, sentada la protesta,... quédanos la esperanza (y los inodoros de asiento).

Ahora los méritos para ser ministro son otros. Méritos en descomposición y saldo. La caída por la pendiente viene de lejos, pero como si se tratara de un número de circo va a más (más pendiente y más caída). Y lo mismo que hay albañiles que carecen de cinta métrica y de la mínima precaución para asomarse al urinario antes de fijarlo para los restos, así hay presidentes de gobierno que taladran cual chorlitos las paredes del consejo de ministros sin miedo a dar con una tubería. ¿Qué méritos tienen nuestros ministros para ser ministros? Una larga letanía de trepas, fontaneros (de partido), mediocres, ignorantes, badulaques, torpes, incompetentes, caraduras y mentirosos. Especialmente, mentirosos. Tal es así que los supuestos méritos que se les presumen, para hablar con propiedad, no pasan de cualidades. Méritos mínimos, raquíticos y entecos. Cualidades notables para ser útiles a sí mismos y a los intereses del partido (o los partidos). Aunque haya que mentir. ¿Qué se hizo de la verdad? Solo pronuncian mentiras más o menos útiles a sus propias apetencias. Méritos no. Y, si bien es cierto que por muy altos que sean los méritos de nada aprovechan si se cuelgan a una altura equivocada, también es cierto que de no haberlos (los méritos) siempre acabaremos meando fuera.