Terminó ayer la Cumbre del Clima en Madrid. Un éxito organizativo para nuestro país (y un nuevo fracaso para Hispanoamérica, como cuando el Bernabéu tuvo que acoger la final de la Copa América entre dos equipos argentinos) para al final llegar a lo de siempre. Antes de la cumbre de Nueva York, el secretario general de la ONU, el portugués António Guterres, había pedido que los jefes de gobierno vinieran con más «planes concretos» y menos «discursos bonitos». Pues eso.

En lo mediático la atención se ha centrado en Greta Thunberg, que de Lisboa a Madrid no pasó por Extremadura, pues renunció al lujo del coche eléctrico que le ofrecía la Junta y, como una persona normal, tomó el tren Lusitania, que desde hace años da el rodeo por Salamanca. Curiosa la tempestad de opiniones que despierta esta activista: desde quienes la llaman «la Juana de Arco de nuestro tiempo» a los que la descalifican como «desequilibrada», mostrando así su insensibilidad a una chica que padece el síndrome de Asperger, o le exigen que aporte soluciones, a sus 16 años. No sé si la gente es idiota: se trata solo de una activista, de un símbolo de las generaciones jóvenes, que sufrirán las consecuencias del calentamiento global más que nosotros.

En esto del cambio climático, por descontado, hay mucha hipocresía. Se pide a los gobiernos que tomen medidas, sin querer pensar que, de tomarse medidas que pudieran ser mínimamente efectivas para limitar el destrozo del mundo, estas afectarían, y mucho, a nuestro modo de vida. Digámoslo claro: el capitalismo neoliberal y el equilibrio ecológico son incompatibles. Hace un par de décadas, lo normal era un coche por familia; ahora lo habitual es un coche por adulto. ¿Se aceptaría volver a lo de antes? Hace un par de décadas, tomar el avión era algo de ricos o que se hacía en ocasiones especiales. Ahora, cualquier veinteañero se va de fin de semana a Roma o Estocolmo en Ryanair. El ser humano es un animal depredador y, como con los grandes felinos, hay dos opciones: domesticarlo o mantener a raya su población. De lo segundo no suele hablarse, pero debería: del control de la población en África o India, si quieren levantar cabeza económicamente, como lo hizo China. Como debería hablarse de la farsa de que los países ricos vendan su basura y compren sus derechos de contaminación a los pobres, o de que estos estén obligados a conservar sus áreas naturales porque las nuestras las arrasamos hace tiempo. O de la contradicción de querer que la economía crezca continuamente y a la vez no modifique el entorno: lo del «desarrollo sostenible», por más que nos gustaría, es la cuadratura del círculo, una contradictio in terminis.

La libertad de movimientos, la oferta inmensa de cualquier supermercado (me imagino no a un hombre del medievo, sino simplemente a un español del ámbito rural de hace medio siglo en medio de un Carrefour) implica un abuso de los recursos del planeta. El mundo pasó por unos años de pobreza y limitaciones tras la Segunda Guerra Mundial, pero no tengo claro que nadie quisiera aceptar eso a cambio de comenzar a reducir los destrozos. A esos jóvenes que se manifiestan, y con razón, me gustaría preguntarles si aceptarían, por ejemplo, que cada persona solo tuviera derecho a tomar el avión dos veces al año (y no, no podrás visitar a tu amiga en Londres el próximo puente) o que el uso del móvil se limitara a una hora (pues ver vídeos de youtube también contamina). A cualquier lector, si aceptaría que el café triplicara su precio. Hoy, apenas un céntimo del euro que pagamos por un café llega a los campesinos que lo recogen, en Colombia o en Ghana. Su precio se ha reducido un 75 % desde los años ochenta, como ocurre con casi todo lo que producen los países pobres, que así seguirán siéndolo.

*Escritor.