Los ciudadanos están peligrosamente hastiados e indignados con la sucesión de escándalos de corrupción de los últimos tiempos, que se superpone a numerosos episodios de las últimas décadas. El resultado es un grueso poso de descrédito de los actores principales de la política, los partidos, plenipotenciarios administradores de los asuntos públicos. Su condición de espina dorsal del sistema, más incuestionable aún en los albores de la democracia, cuando España salió de la negra noche del franquismo, se ha ido deteriorando por lo que en términos económicos se conoce como abuso de posición dominante, es decir, la imposición de sus intereses y condiciones sin tener muy en cuenta los de quienes hacen posible su existencia misma, los ciudadanos. De tal suerte que, más que el vehículo para la expresión de lo que estos piensan y anhelan, los partidos son percibidos crecientemente como meros aparatos de lucha por el poder y el provecho corporativo y/o personal. Una percepción que la corrupción multiplica de forma demoledora.

Urge, pues, revertir esta situación y adoptar medidas que deberían modificar de forma sustancial este desolador panorama y devolver credibilidad a la política, medidas concretas que tengan como común denominador una mayor transparencia en la forma de actuar de los partidos y las instituciones y más control del dinero que administran. Después de 35 años de experiencia, por ejemplo, poco cuestionable es que debe modificarse un sistema electoral de listas cerradas que ha deformado gravemente la relación de los votantes con los candidatos electos porque estos, para asegurarse su continuidad, han optado por la obediencia a quien les puso en la lista antes que por la lealtad a quien les votó y facilitó el cargo. No menos discutible es que los desbocados gastos de los partidos son una fuente de corrupción y que por eso deben limitarse severa y eficazmente.

No faltan voces que aseguran que los políticos son un reflejo de la sociedad de la que forman parte, y que por tanto la propensión a la picaresca y, en último término, la corrupción está en el ADN de España. Aunque fuera mínimamente cierto este diagnóstico, como justificación es política y éticamente inaceptable, porque en todo caso los cargos públicos están obligados a una conducta ejemplar. Y lo último que pueden es aducir, como ha hecho algún dirigente, que la corrupción es tan antigua y difícil de erradicar como la prostitución, un desafortunado paralelismo que menoscaba en igual medida a los políticos como a quien ofrece su cuerpo por dinero. Los partidos son, pese a todo, los que pueden y deben enderezar esta deriva y devolver vigor a la democracia. Si no lo hacen ellos, la incertidumbre y el desasosiego enraizarán con efectos imprevisibles. Si quieren, pueden.