TUtna de las características de las democracias occidentales ha sido que el esfuerzo y el talento reciben, a medio y largo plazo, la recompensa económica y social adecuada, a pesar de los fallos en la igualdad de oportunidades. Sin embargo, observo con preocupación el creciente aumento del amparo que recibe la mediocridad, no sólo en los ámbitos directos del poder político, sino en todos aquellos en los que es notoria su influencia. Así, en los medios universitarios, egregios profesores y sólidos científicos suelen estar a las órdenes de personas de cualificación profesional cercana a la indigencia, y médicos, cuya fama traspasa nuestras fronteras, suelen estar por debajo del escalafón de mediocridades con habilidad para el medro y el vasallaje ideológico. Y esto viene sucediendo con gobiernos del PSOE o del PP, y se puede observar en cualquier autonomía, nacionalismos incluidos, que también enaltecen con ardor --en este caso con ardor nacionalista-- la mediocridad. ¿Cuánto cuesta todo esto? La constatación de que personas cuyo currículum no merecería la menor atención por parte del director de recursos humanos de una empresa mediana, ocupen altos cargos, ¿qué precio tiene? Y el destrozo moral que cada nombramiento de un mediocre produce en los ámbitos profesionales, ¿cómo se restaña?

La promoción automática que contempla la nueva Ley de Educación puede que no sea una barbaridad, sino una adecuación a este tiempo donde el trabajo se desprecia, el esfuerzo se denigra y el talento se arrincona. Si los más valiosos van a estar bajo la autoridad de los mediocres, ¿qué importa la formación y para qué sirve acumular conocimientos?

El único problema, el grave problema, es que desaparecida la virtud como referencia, España se va convirtiendo en un puñado de enaltecidos mediocres con mando y una población desnortada sin referencias, con los mejores elementos de la plantilla desmoralizados, porque saben que ni siquiera son considerados como suplentes.

*Periodista