En 1955 el escritor ruso Issac Asimov escribió «Sufragio universal», un relato donde profetizaba que las elecciones estadounidenses las acabaría decidiendo un ordenador, su célebre Multivac. Gracias a la recopilación de millones de datos —lo que hoy se llama pomposamente «big data»—, la máquina escogería a una sola persona que, por todo el país, decidiría el presidente. Asimov erró la fecha (2008), pero reflejó magníficamente la obsesión por reducir el mundo a datos.

Hace poco me estremecí viendo el documental «El dilema de las redes» (Jeff Orlowski, 2020), donde algunos de los creadores de los sistemas informáticos que laten bajo la piel de los gigantes tecnológicos cuentan cómo sus diseños nos controlan y manipulan. El interés del documental no es solo lo que cuenta, sino, sobre todo, quién lo cuenta: «arrepentidos» ingenieros, líderes en empresas como Google, Facebook o Instagram, que reconocen los perversos objetivos de su obra, y la necesidad de trabajar para revertirla.

Lo que se está diseñando desde las élites económicas es un universo poshumano en el que la inteligencia artificial deja de ser una ayuda para pasar a ser una instancia decisoria. El terror que uno siente viendo «El dilema de las redes» no es muy distinto del que la mayoría de la población sentiría si supiera cómo la actividad bursátil está ya, a día de hoy, comandada por ordenadores que toman decisiones en milésimas de segundos, cuyas consecuencias pueden ser letales para millones de personas.

La gestión de la pandemia que nos asola es un buen ejemplo de hasta qué punto los datos han cobrado ya un estatuto muy superior al de los seres humanos. El coronavirus siega vidas por miles en todo el mundo cada día que pasa, mientras los «spin doctors» de los líderes políticos —que son los que mandan porque son los que manejan los «grandes datos»— deciden delante de un gráfico cuál es el punto de equilibrio entre muertos y euros para que su líder gane las próximas elecciones.

Hace pocos días, «Público» difundió un artículo titulado «Veinticinco años de polarización afectiva en España», escrito por el sociólogo Luis Miller y el politólogo Mariano Torcal. Es un acercamiento interesante a un concepto fundamental: la influencia de las emociones en política. Sin embargo, parte de una premisa tan loca como aceptada en los ámbitos académicos: los sentimientos pueden medirse. No es lo malo que se afirme con desparpajo, sino que sobre ello se construye una teoría destinada a ser aplicada en la práctica política.

Lo que miden los dos expertos no son sentimientos, sino «el procesamiento» de las respuestas de los encuestados que, a su vez, son «la expresión» de «algunos sentimientos». La focalización sobre unas emociones respecto de otras (escisión científicamente discutible), el sesgo de las preguntas, la intención de las respuestas y la influencia del aparato científico que analiza los datos, todo ello, hace que sea notable la distancia entre la verdad y su interpretación. Lo más útil del estudio de Miller y Torcal es que muestra cómo existe una importante correlación entre condiciones socioeconómicas (desempleo, desigualdad: estas sí, objetivables) y polarización emocional de la voluntad popular.

Las encuestas electorales estadounidenses han vuelto a fallar con cierto estrépito: los diez puntos de ventaja de Biden se han reducido a menos de tres. Si hiciéramos un estudio riguroso podríamos observar que la mayor parte de errores demoscópicos de los últimos años en todo el mundo se deben a que las emociones son irreductibles a los datos.

Las élites se han empeñado en que lo que no se puede medir no existe, pero vaya si existe. Trump ha conseguido más de 71 millones de votos porque lo que no se puede medir, existe. Y lo que existe es un malestar ciudadano global que no se puede reducir a las pantallas llenas de datos con que se nos pretende dirigir desde los despachos de los aprendices de brujos a quienes nuestros políticos les han cedido el mando irresponsablemente. Trump no fue la causa, sino la principal consecuencia de ese malestar. Un malestar que nadie está sabiendo identificar, diagnosticar y curar, porque nada de eso puede hacerse escondido detrás de millones de celdas de una hoja de cálculo. Por eso, Trump se irá, pero el «trumpismo» seguirá.

*Licenciado en CC de la Información