Entre competencia y competencia, rúbrica, papeleo, burocracia, reuniones inútiles para decidir cuándo reunirse, y tiro porque me toca, a la mayoría de los profesores se les hizo creer que era secundario para qué nos habían contratado, qué función teníamos que desempeñar. No hablo de vocación, esa palabra tan puntiaguda que lo mismo vale para justificar una excursión que muy poca gente valora, salvo tu familia, a la que dejas sin atención los mismos días que dedicas a atender a los hijos de otros, como para echarle horas por la tarde al grupo de teatro, o acompañarles a actividades extraescolares que muchos siguen considerando algo prescindible, como si ver Luces de bohemia representado por una compañía medio decente no diera cien mil vueltas a una clase magistral y apolillada.

Tampoco ayudó mucho que las reformas educativas se sucedieran en cascada, a golpe de talonario y ocurrencia, y que tan pronto llenaran las aulas de ordenadores como las vaciaran, atendiendo más a los espacios y a los tiempos que a las personas, como si profesores y alumnos fuéramos figuritas de playmobil en un escenario idílico. Para sorpresa de pedagogos enloquecidos y políticos desorientados, la educación no va a mejor, sino al contrario, quizá porque se olvidaron de qué era esto de dar clase y con qué material trabajábamos. Vuelvo a repetir, no hablo de vocación, sino de humanidad, no de humanidades, tema que daría para otras cien columnas. Hablo de que los profesores y maestros deberían ser los mejores de su promoción, los únicos, los irrepetibles. No me refiero solo a notas y conocimientos, que también, sino a actitud, a esa forma de entrar en el aula o de empezar septiembre con el cosquilleo en el estómago de los nervios del primer día, aunque lleves ya veinticinco años trabajando. Hablo de personas que forman a personas, de rectitud pero también de bondad, de saber echar una mano a tiempo y no utilizar el poder de una tarima inexistente para llenar la clase de fronteras. Para eso hay que valer, claro, pero también se aprende.

Para ser profesor hay que dejar la prepotencia a un lado, acordarse de lo que era el agobio de los exámenes, no puntuar cada décima como quien se regodea descuartizando un pollo. Ponerse en el lugar de los alumnos, eso tan difícil cuando tienes treinta o más por clase, y todos chillan o no atienden o piensan que lo que explicas no merece la pena. De eso deberían tratar todos los borradores de las próximas reformas. De buscar buenos educadores, de formarlos, de incentivar a los que se esfuerzan, de animar a los que se quedan atrás. También deberían tratar de los alumnos, la otra parte. De luchar contra el abandono escolar creando puentes entre los itinerarios, de educarlos en el respeto a la educación y en el honor de ocupar una plaza que pagamos todos con nuestros impuestos y que le servirá para crecer como persona. De todo eso. No de rúbricas, competencias, diagnósticos…como si la educación fuera un ente enfermo. Lo parece, pero no lo es, y su cura no está ni en los despachos ni en los informes de quienes nunca se acercaron a un aula, sino en las manos de quienes de un lado u otro cruzamos todos los días el dintel luchando contra el desánimo.

*Profesora y escritora.