El cine español mejora a ojos vistas, al menos en el atuendo. Hasta el año pasado, y con mayor intensidad hace un lustro, la gran ceremonia del cine español, la gran fiesta de largo, constituía un desfile deprimente donde se intuía, no que la industria estuviera mal, sino que estaba al borde de la miseria, a juzgar por las ropas con que asistían a su luminaria anual. Cualquier actor o actriz de Hollywood, si les hubiesen dicho que el remedo de los Oscar, los Goya, era aquel desfile de descamisados, hubieran creído que les engañaban, y que lo que veían era un desfile del coro de los peregrinos de Tanhuser. Queda algún recalcitrante en insistir que todavía estamos en mayo de 1968, a pesar de que en ese año, ni siquiera había nacido, pero ya decía Paul Valery que no hay nada más anticuado que las vanguardias. Incluso ya se da por supuesto que dedicarse al cine no supone carecer de familia, y se ha rebajado considerablemente los que dan las gracias a papá, mamá y tía Encarnación , que nunca les negaron un juguete el día de Reyes.

Todavía queda alguno que confunde la ceremonia con un mitin político, y pide la disolución de algo, de los Testigos de Jehová, de la Conferencia Episcopal, del PSOE, del PP o del ácido sulfúrico, pero ya son excepciones extravagantes, salidas chocantes que se aplauden, creo que por lo insólito.

Los más renuentes a acudir ataviados con el respeto que merece la ceremonia son los chicos. Siento pena por sus pobres hermanas el día que se casen, porque, claro, acudirán a la ceremonia, sea civil o religiosa, con los pantalones vaqueros, la camisa por fuera, y el aspecto de acabar de venir de una excursión por el campo. "Es el hermano de la novia. Trabaja en el cine", dirán los invitados, excusándole. Que es como si los abogados, hartos de la toga, fueran a las fiestas con camisa hawaiana. Pero todo se andará. Ya se sabe que las chicas maduran antes.