Filólogo

Hubo un tiempo en que los pobres eran de todos: los primeros ayuntamientos democráticos establecían programas que canalizaban la solidaridad de una ciudadanía efusiva, con un punto de justicia social en la boca. Era el tiempo de la reconstrucción. Ahora, ricos y ensimismados capitalistas, con recursos suficientes, los programas no pasan de los despachos, los profesionales son infrautilizados y a los pobres se les pica billete porque estorban. El desacierto del ayuntamiento placentino no deja de tener su lado positivo: la remoción de la conciencia cívica, humanista y cristiana, cuestionando la pureza de sangre de los partidos y las actuaciones políticas carentes de sensibilidad social.

Ciertamente la solidaridad se ha venido abajo y la epidermis se nos ha vuelto melindrosa: nos molesta el pobre. El pobre y el emigrante, y hasta la Unión Europeo nos da una aviso por "la dimensión xenófoba y étnica que mantenemos" con la inmigración.

Observo con frecuencia en nuestro propio Cáceres el gesto torcido, la petición demorada, el café de cualquier leche, la llave en el servicio, la vigilancia amenazante en la puerta, el gesto agrio, la mirada desafiante en los bares cercanos a lugares de atención especial a emigrantes. No son iguales los ojos para todos los clientes, ni se atiende con la misma actitud al africano que solicita la caña por favor que al aborigen que la pide autoritariamente y no sé si esos son comportamientos aprendidos de cuando éramos nosotros los malolientes llegados a la Europa rica, o son atávicos restos de una venganza racial y un mísero regreso a la agreste civilidad.

Admitido el descarrío, parece conveniente recuperar las políticas sociales que resolvían sensatamente las situaciones de exclusión, y las actitudes cívicas que entretejían las diferencias y la pluralidad: las personas necesitan una respuesta, no un puntapié.