El cine español nunca ha sido muy dado a reflejar las hazañas o desastres que, a lo largo de la historia, se han producido en España, así que cuando se estrenó en cartelera 1898 Los últimos de Filipinas me alegré profundamente.

Después de visionarla, me queda un regusto amargo y explico el porqué: a la película, en sí, no hay mucho que reprocharle, puede que todo lo contrario; excelente fotografía, gran reparto, buenas localizaciones, vestuario logrado y todo lo demás... Se ve que le han puesto empeño, horas de trabajo y dinero al asunto. Ahora bien, en cuanto al rigor histórico, eso ya es harina de otro costal, y no llego a comprender la pérfida caracterización que hace el filme de algunos personajes. Por ejemplo, se nos dibuja al capitán Enrique de las Morenas como un oficial apocado y frívolo que se hace acompañar de un pequeño perro en plena guerra, cuando en realidad era un militar curtido y profesional. Y lo mismo ocurre con el paisano Saturnino Martín Cerezo, considerado héroe por su propios enemigos y ahora convertido en poco menos que en un criminal sin escrúpulos.

A mi modo de entender, se ensucia la memoria de estos hombres valientes. Quizás el director, aplastado por el peso real de la historia, se sacó de la manga un guión antibelicista enfocado en plasmar lo vacuo, lo absurdo de la gesta cuando ya todo estaba perdido. Yo, sin embargo, (y esto es una interpretación personal tan respetable como la anterior) opino que incluso de la derrota, cuando se combate con la valentía que hicieron gala los nuestros, se puede extraer un mensaje esperanzador que no es otro que el respeto. El respeto a nosotros mismos.