Dramaturgo

Desde la plena implantación del teléfono móvil, hemos modificado nuestra forma de comunicarnos y, sobre todo, el asunto de la confidencialidad. Se monta uno en un autobús y está unas cuantas horas rodeado de personas que cuchichean o vocean (hay para todos los gustos) todo tipo de asuntos pero en clave. Mismamente llega uno a pensar que está en un autocar de la CIA de excursión por las cataratas del Niágara. ¿Qué pensar, si no, del tipo que estuvo todo el trayecto Madrid-Badajoz diciendo por teléfono a alguien: "Mañana subo y bajo, pasado bajo y subo. Subo y bajo el lunes. No, el martes sólo bajo y el miércoles subo y bajo". ¿Qué? ¿A que cuando uno lee esto siete veces seguidas empiezan a ocurrírsele todo tipo de conjeturas? ¿Y de aquella dama que, como si escupiera al teléfono, decía a mi lado: "Bueno, pero sólo un poco... Del pecho, bien, pero por detrás me queda fatal... Oye, que te llamo, o me llamas, no me hace tripa... que no me la hace"?

Luego vienen las sintonías. Alguna sintonía está compuesta sencillamente para poner de los nervios. Te asaltan, te machacan, rompen tu sueño, crispan, apabullan, señalan mundos por explorar (un día escuché a Wagner), insinúan y, que ya es mala leche, algunas veces avisan al portador sobre una llamada que le están haciendo. Antes sonaba un ring, ring, y uno, sin ser demasiado listo, sabía que alguien le llamaba. Ahora suena La vaca lechera y todo el mundo se lleva la mano a la cintura primero, después movemos las cabezas a un lado y a otro, hay uno que pone cara de despiste, y, tras varios minutos, coge su móvil y dice aquello de: "Sí, el autobús se mueve". Como coreografía puede servir.