Cada día caminan por el mundo más cuerpos en pena, acuchillados por un aluvión de situaciones dolorosas, propias de un planeta en el que sus moradores han perdido el sentido de hermanamiento. La fábrica de delincuentes es un clamor, pero trabaja a pleno rendimiento. Nadie hace nada por cerrarla o los que hacen algo ni se percibe. Multitud de acciones criminales nos sorprenden en cualquier esquina, y, lo peor, es que nos estamos acostumbrando a esta atmósfera incivil que se está volviendo endémica. Sabiendo que el mundo nace en nosotros, como Descartes hizo reconocer, aquí todos tenemos parte de culpa, más que en el sentimiento, en el consentimiento.

De ninguna manera uno puede adherirse al mundo salvaje. Sin embargo, vemos que nos acorrala la violencia por todas partes, muchas veces instigada desde el propio poder político, económico y social. De esta inseguridad nadie estamos a salvo. Por consiguiente, debemos pasar de los lamentos a las acciones. De entrada, debiera preocuparnos, al menos, la acumulación de material bélico en el planeta. Para vivir no se precisan artefactos, sino escuelas capaces de activar valores de concordia. La convivencia llega de la mano de la comprensión. Comprender es el principio de la paz.

Cuando se pierde el entendimiento de unos para con otros todo está perdido. Nadie respeta a nadie. Todo se reduce a la ley del más fuerte.

Es tremendo que las fuerzas criminales sean cada vez más poderosas y, a la vez, también se queden más impunes de sus horrendas hazañas. Hay un contrasentido en todo. Por desgracia, el lenguaje de las armas se hace oír más que el lenguaje del civismo, como si los conflictos se resolvieran a golpe de terror. El ojo por ojo sigue más vivo que nunca, y así, no se puede avanzar hacia mentes pacifistas y pacificadoras. El buen juicio no necesita de la violencia. Para una mente no violenta, cada ciudadano es su amigo. Cultivemos, pues, la alianza con los hechos para que se hagan referente.