La esperanza, el que se nos presente como posible lo que deseamos, es una virtud teologal y, al propio tiempo, el motor de nuestra vida. Quienes mejor lo saben son los pícaros del mundo. Reclamando esperanza se aprovecha la ilusión del incauto para solicitarle de tapadillo paciencia y, sobre todo, fe. Si al moroso caradura se le reclama la deuda pendiente, lo que hará será decir: "yo no me niego a pagar". Luego añadirá: "en cuanto pueda te pago, confía en mí". Al final el moroso no pagará y quien atendió a tan razonables palabras comprobará tiempo después que fue víctima de esa demanda de esperanza, de paciencia y de fe. En suma, habrá perdido el tiempo inútilmente. Los hechos se imponen siempre y por eso las buenas palabras del pasado al perder su disfraz desnudan la intención del astuto timador. La Justicia es uno de los muchos parientes necesitados del Estado. Al lado de sus hermanastros: Sanidad, Educación o asistencia social, la Justicia y sus demandas no parece cosa seria ni apremiante. Lo malo, por ilógico que pueda parecer, es que sin ella la familia nunca podrá vivir ordenadamente, que es cosa distinta de la vida feliz. Si la Justicia funciona bien eso implicará solo que muchas personas se quedarán sin casa, sin trabajo o sin libertad muy rápidamente. La satisfacción correlativa de quien recuperará rápidamente su vivienda, su empleo o su seguridad será la otra cara de la moneda (en todos los juicios uno gana y otro pierde).

XTODOS SABEMOSx lo que es un juzgado pero muy pocos, casi nadie, lo que es la nueva oficina judicial. Esto favorece notablemente la ligereza de los discursos. Nuestros males seculares se dice ahora que se solucionarán, que todo irá mejor con ese artilugio, si bien se cuidan sus predicadores de pedirnos a todos esperanza. Eso obliga a saber de qué estamos hablando: si a un profesor atosigado por sus alumnos, por la cantidad de ellos, por los exámenes que debe corregir, por las visitas de los padres y sus exigencias, por la presión de sus superiores y por el estado de las instalaciones le dicen que todo va a mejorar, lo suyo es que sonría pensando en un futuro mejor. Pero ¿qué nos dirán los hechos? Esa será la clave.

No puedo hablar en nombre de nadie que no sea yo mismo. Con la autoridad que me confiere el haber resuelto más de 10. 000 casos en la jurisdicción social (la de las antiguas Magistraturas de Trabajo) puedo decir que la reforma de la legislación procesal y su eco en la nueva oficina judicial van a producir muy graves perjuicios. Los trámites no solo no disminuyen sino que aumentan. Lo que antes se hacía en un solo acto (como ver una película sin anuncios) ahora se fragmenta. Lo que el magistrado decidía directamente, ahora exige de la intervención previa del secretario judicial; lo que antes abocaba a una única resolución, ahora puede producir varias y lo que es más grave: se ha dado por bueno que los jueces no estamos para resolver problemas sino para crearlos. Hasta hace unos días el juez podía, con su intervención neutral y con su autoridad, evitar un litigio de suerte que las partes enfrentadas aceptasen libremente una solución legal y sobre todo justa e inmediata, en la que ellos mismos fuesen los dueños de su destino. La autoridad del juez radicaba en que él sería quien dictaría la sentencia si el intento de conciliación fracasaba, esto es, lo importante no era la sola cualidad del juez como mediador. El secretario judicial (el notario del juzgado) no tiene esa autoridad constitucional, por eso su labor no puede ser tan eficaz. No es lo mismo una observación del policía local que, libreta en mano, puede multarte si la ley lo autoriza, que la de otra persona (muy sensata). Ahora que la crisis, que el paro, que la demanda social y económica son enormes, se alteran las reglas que hasta este momento han funcionado perfectamente. Me gusta la esperanza, pero no me gusta el engaño. Como juez cumpliré con la ley, es mi deber; también alertar de que una mala semilla no producirá fruto, por bello que sea el discurso del sembrador. Espero equivocarme, por el bien de todos.