La reforma laboral ha entrado en su recta final. El Gobierno se está asegurando los apoyos para aprobar en el Parlamento un texto consensuado parcialmente con la patronal y los sindicatos, con quienes no ha podido pactar aspectos como las causas que justifican el despido más barato ni los límites de la temporalidad. El documento entregado el viernes, con muchas ambigüedades, recoge bastantes reclamaciones de los empresarios y también ciertas prevenciones de CCOO y UGT. El texto se puede sustanciar en tres puntos: ampliar las posibilidades para rescindir contratos en empresas en crisis, crear a partir del 2012 un fondo estatal que ayude a indemnizar a los trabajadores fijos despedidos y permitir recortar el horario laboral hasta un 70% para salvar empleos.

La presión exterior e interior ha convertido la reforma laboral en una necesidad imperiosa, una verdad incontestable. Y probablemente es así. Sin embargo, corremos el riesgo de perder la perspectiva. El debate de fondo de nuestra economía se centra tanto en el modelo productivo como en la legislación del trabajo, ninguno de los dos puede ir por separado; o, mejor dicho, no se puede abordar uno dejando de lado el otro. En el periodo que va de 1994 al 2007, la economía española generó empleo a una media anual del 3,1%, de tal modo que la población activa pasó de 13 a 20 millones. En ese mismo periodo, la ocupación creció en EEUU al 1,33%; en la UE, al 0,8%; y en Alemania, al 0,41%. Pero en los últimos tres años España ha duplicado su tasa de paro, que es el doble de la media europea; y sigue causando desempleo, mientras Alemania lo reduce. En ambas fases hemos tenido la misma legislación laboral y el modelo productivo tampoco ha cambiado. Parece claro que con esta normativa se puede crear trabajo a gran velocidad y destruirlo con el mismo ritmo.

El Gobierno hace ahora propuestas muy valientes, no solo al facilitar y clarificar las causas para las indemnizaciones mínimas por despido o al adoptar modelos probados en otros países para las suspensiones temporales de empleo. También satisface viejas aspiraciones empresariales para distribuir de forma irregular la jornada y el horario de trabajo, y endurece las sanciones a quienes desde el subsidio de desempleo rechazan ofertas "adecuadas". Los sindicatos tendrán que ceder, con huelga general o sin ella, pero José Luis Rodríguez Zapatero cometería un error si en paralelo no pone en marcha medidas para que la producción no solo sea más barata, sino más competitiva y tan flexible como el mercado laboral.