De los cuentos de A.M. Matute, nunca se vuelve igual. Se tarda un rato, un ligero acomodo, un reajuste de las vísceras, un frotarse los párpados, para adaptarse de nuevo a la realidad circundante. La autora habla de niños que pasan hambre, de niños de la guerra que no juegan, salvo con muñecas hechas de ramas secas, como Pipá, niños que son obligados a trabajar en el campo como de pastores, para no bajar más que una vez al año, o viven escondidos en cocinas, o se mueren porque la penicilina es muy cara y no está hecha para las casas de los pobres.

Cuando se leen cosas como estas, además tan bien contadas, se regresa de un país que ya no es el nuestro a la comodidad de ahora. Nos decimos que esto ya no pasará nunca más. No habrá escuelas heladoras, ni niñas que no tengan juguetes ni chicos obligados a comportarse como adultos para ganarse el pan. Y sobre todo, ninguno de ellos morirá por falta de medicinas, ni habrá que comprar a precio de oro en el mercado negro una dosis envuelta en hielo para salvar sus vidas.

La España de hoy no es ya un cuento de Dickens ni de Matute, nos decimos. De vez en cuando salta alguna alarma, pero no hacemos caso, porque son hechos aislados, y nos vamos a dormir con la conciencia tranquila. Pero basta rascarnos un poquito para que por debajo de nuestra capa social surja de nuevo la miseria moral más absoluta. Apenas se había oído hablar del coronavirus cuando ya los de siempre, los herederos del mercado negro, los que llevan el gen de la usura tatuado a fuego, se preparaban para enriquecerse a costa de la enfermedad, como en los mejores cuentos de la posguerra española, como en la escena de la novela Réquiem por un campesino español en la que Mosén Millán sale aliviado del cuartucho donde agoniza un hombre consumido por la pobreza para el que no habrá medicina alguna, porque no puede pagarla.

Los miserables de ahora son iguales a los de todas las épocas. Acaparan mascarillas, incluso las roban de hospitales, suben los precios de los guantes y los geles de desinfección, y seguramente a estas horas están ya excavando los depósitos de alimentos por si viene la escasez y pueden venderlos a precio de oro. Han existido siempre, son la cruz de nuestra moneda, la cara oscura de la luna, el reverso de todo lo que puede llamarse humano, y salen a la superficie en cuanto ven la posibilidad de negocio a costa de lo que sea.

No, no hemos superado la posguerra, vivimos en guerra todavía con la miseria moral y la abyección de los usureros modernos, una plaga rastrera que no hemos sido capaces de erradicar nunca, y que solo puede ser vencida con la unión de todos frente al miedo.

*Profesora y escritora.