El filósofo estadounidense Michael J. Sandel, en algunos de sus escritos y conferencias, afirma que no deberíamos dejar en manos de los mercados lo que constituyen nuestros derechos civiles fundamentales: educación, sanidad, justicia, servicios públicos, etc. Que el efecto y el hecho de que todo se pueda comprar provoca en nuestras sociedades un desequilibrio tal, que está dando lugar a grandes desigualdades, a lo que podríamos definir como inequidad. Por eso resulta tan chocante observar todas las algarabías en el ámbito de la política, tan lejana y tan al margen, de lo que verdaderamente está sucediendo, como una especie de transformación silenciosa de la sociedad, que está lastrando verdaderos derechos y conquistas sociales, en latitudes como las nuestras, que pensábamos que estaban para quedarse. Las sociedades parecen haberse desequilibrado entre los que pueden comprar todo, hasta la salud; y el resto de ciudadanos a expensas de la capacidad de sus gobiernos de proporcionarles un mínimo de bienestar social. Hay que reconocer, observando otros territorios, que el marco que nos da la Unión Europea ofrece un margen de garantías idóneos para fomentar y seguir fomentando el Estado Social y Democrático de Derecho.

Pero, a veces, si nos asomamos a las Directivas y Reglamentos Comunitarios, así como legislaciones de los respectivos países, no siempre se está en sintonía con la defensa de los derechos civiles, frente al imperio de los mercados. Por lo que se debería insistir en el hecho de que en una sociedad democrática como la actual los gobiernos aún tienen capacidad de gobernar por encima de los mercados y las empresas. Por esto resulta dudoso observar cómo servicios como la electricidad, que podrían ser sustancial en muchas vidas siga jugando al juego del mercado, creando ciudadanos desfavorecidos en un mercado, que debería ser aún más vigilante.

Refería Sandel, en alguna conferencia, el ejemplo de cómo en algunas cárceles norteamericanas la capacidad adquisitiva del preso le daba opción a elegir celda, con todo tipo de comodidades, en un ambiente de verdadero lujo. Algo parecido ya he tenido la ocasión de observar, por ejemplo, en el caso de Brasil, en referencia a determinados presos y su poder adquisitivo.

Estamos en pleno siglo XXI y estos planteamientos deberían ser superados bajo el concepto de un mercado, con unos topes, y una sociedad civil que no debiera ver supeditada esos derechos a juegos de mercaderes, más propios de otras épocas. Y es ahí donde la sociedad civil, más allá de los partidos políticos, que siguen la rutinaria costumbre de enredarse en cosas que no son siempre sustanciales, debieran actuar, organizarse y requerir de esos instrumentos normativos para que ese mercado, que todo lo compra, no quede en manos de unos cuantos.

Además, todo ello bajo el prisma de concienciar a la propia sociedad hacia lo que realmente es importante como valor; frente a lo que siempre nos han querido vender -como consumismo-- de que vales tanto y más feliz eres en la medida de que posees. No siempre resulta así, pero lo que nunca debiera permitirse es que cuestiones como la salud, la educación, la vivienda, o las infraestructuras públicas jueguen a favor de diferenciar a los ciudadanos, en relación a derechos elementales. Porque es esto lo que, sin duda, está creando grandes desequilibrios y desigualdades entre unos ciudadanos y otros. El hecho de ir configurando guetos, nula interrelación entre personas de diferentes status, formas de pensar distintas, y esto no es positivo para la pluralidad de cualquier sociedad. Y si esto se está llevando a cabo a costa de derechos desde luego no es aceptable y comprensible en pleno siglo XXI.

No podemos cimentar las sociedades en relación al mercado, sin salvaguardar derechos fundamentales, y más cuando muchos de esos derechos están relacionados con materias primas y recursos naturales que no debieran ser base solo del efecto mercado.