Una de las experiencias más gratas de mi infancia eran aquellas visitas por los mercados de los pueblos de Extremadura. Mi padre, que era pescadero y mayorista, a veces, si no había cole, me llevaba con él cuando repartía los productos en un robusto camión Pegaso.

Un día de Navidad fui con mi tío, el hermano de mi padre, a vender pasteles en el mercado de Trujillo. Aquella estancia en tan precioso lugar me dio la oportunidad de escaparme momentáneamente de nuestro puesto, en lo que se suponía era mi tiempo de descanso, para darme un garbeo por las animadas calles aledañas y recrearme observando las costumbres y el trasiego de un pequeño mundo hipnótico que se presentaba ante mis ojos -yo tendría unos diez años- como un bazar de las maravillas de los cuentos orientales.

Décadas después regreso a estos recuerdos, menos nebulosos en mi mente de lo que cabría esperar, con vocación de explorador de lo insólito, como si fueran esas últimas monedas encontradas al azar, por no decir milagrosamente, en una hucha abandonada que creíamos vacía.

A veces pienso que lo mejor de mi vida ya está vivido, y que todo lo que queda por venir ha de ser resistencia y resignación, mero instinto de supervivencia. Otras veces, sin embargo, presiento que estoy de nuevo enlo mejor de mi existencia, y que recordaré la actual crianza de mis hijos, los paseos nocturnos o la publicación de estas hojas volanderas en este periódico como momentos dignos de evocar, al mismo nivel que mi vagabundeo oriental por el Trujillo de mi infancia, decorado con aquellos cielos salpicados de alfombras voladoras, faquires y encantadores de serpientes.

Quizá sea hora de pensar que la vida es como aquellos dulces tan ricos del puesto de mercado de mi tío, que podía llevarme a la boca cuando nadie me miraba.

Así que ganar era esto: vivir pequeñas cosas para luego recordarlas a lo grande.

*Escritor