Puede que veinte años no sean nada para según qué cosas, pero para un festival de teatro clásico, y además dedicado a los jóvenes, veinte años es un logro, una hazaña descomunal, una proeza digna de los héroes que aparecen en muchas de las obras representadas.

Veinte años cumple esta semana el festival Grecolatino de Mérida, en el que se esperan más de quince mil espectadores. Las cuentas cantan, puestos a seguir con dichos. Quince mil alumnos son muchísimos, y además no son solo extremeños. Yo he estado sentada al lado de alumnos canarios que habían elegido Mérida como destino para su viaje de fin de curso, y se pasaban tres días asistiendo a las dos representaciones diarias, y quemando la noche emeritense, o al menos intentándolo.

He hablado con profesores de Melilla, de Valencia, de Galicia, gente maravillosa que no duda en atravesarse nuestro país en un autobús atestado de hormonas para llegar a una ciudad en la que se celebra un festival de teatro; pero si hablamos de gente maravillosa, habría que hablar de los organizadores, de quienes no han tirado la toalla a lo largo de tantos años, de quienes han aguantado chaparrones reales (siempre llueve y este año no va a ser la excepción) y virtuales, de directores que buscan la manera de ofrecer una obra antigua a alumnos que vienen de vuelta de todo, y lo hacen sin caer en el ridículo de las adaptaciones penosas que se ven en otros sitios. Y, lo mejor de todo, los alumnos. Y los actores, qué más da si da lo mismo.

Casi siempre tienen la misma edad los sentados y los que se mueven sobre la escena. Ahí está la magia, sin duda. Caen chuzos de punta, y la lluvia empapa las togas y las ligeras sandalias, pero ellos siguen. Sin altavoces, sin sonido, a grito limpio para que no se estropeen los aparatos eléctricos con el agua. Y los alumnos permanecen sentados. Bajo paraguas, sobre bolsas de basura extendidas sobre el suelo empapado, con chubasqueros largos de turistas.

No se mueve nadie hasta que acaban, quizá porque saben el esfuerzo que hay detrás de cada obra, cada ensayo, cada tarde perdida a los estudios o al juego. Quizá también porque la obra engancha, y eso que el vestuario y la escenografía no tienen nada que ver con las superseries que están acostumbrados a ver. O a lo mejor porque la magia del teatro es esta, y no queremos verlo.

Por eso siguen representándose obras escritas hace siglos. Sin telón, sin efectos especiales, sale Medea y nos recuerda la triste condición de la mujer. Y Aristófanes pronuncia un alegato a favor de la paz. Y te pueden tocar al lado alumnos llegados de muy lejos, que contemplan sin pestañear lo que tiene que contar el teatro de Mérida. No hay nada más antiguo ni más moderno. Merece la pena.