Se supone que por cesar la actividad política en verano, los medios de comunicación utilizan el espacio que habitualmente dedican a ella para contar lo que ocurre por esos mundos, y que por eso se nos llena la casa, como en ninguna otra estación, de sucesos atroces. Sin embargo, es posible que eso ocurra no sólo a causa del espacio vacante (los periódicos, a su vez, reducen el número de páginas), sino porque al salir de viaje en vacaciones nos importe y nos preocupe, de súbito, qué se cuece en la tierra, y lo que se cuece, lo que se cuece en verano pero también en invierno, en otoño y en primavera, es un espantoso potaje de terremotos, incendios, atentados, guerras, envenenamientos masivos y accidentes por tierra, mar y aire.

Las catástrofes parecen consustanciales al verano, pero, en realidad, a lo que son consustanciales es a la vida, de suerte que lo que las acalla de ordinario es nuestra indiferencia. Cuando, por necesidades del ocio y obligación estival, pasamos a integrarnos en el tenebroso mundo, y en el muy precario papel de turistas por cierto, la pusilanimidad del PSOE en Navarra, el disparatado viaje de Rajoy a Ibiza, el extravagante y no aceptado recurso del gobierno valenciano contra el Estatuto andaluz, las discrepancias entre Imaz e Ibarretxe y cuanto compone durante el resto del año nuestra comidilla pierde relieve e incluso realidad, y ésta pasa a ser, ante nuestros ojos, un crudo, acelerado e incomprensible documental de sucesos.

Con el miedo en el cuerpo como una prenda más del verano, salimos al mundo confiados en que no se nos apague de pronto la buena estrella.

*Periodista