Durante el partido España-Rusia experimenté un sentimiento inédito: deseé que perdiera la selección española. Nunca hasta entonces había anhelado que nos apearan de un Mundial, quizá porque nunca habíamos hecho de la cobardía nuestra bandera. Hemos jugado mal en infinidad de ocasiones, hemos sucumbido ante selecciones mejores y hemos tenido problemas de concentración en numerosos partidos, pero nuestra lamentable participación en este Mundial en general y en ese partido en particular marca un antes y un después. España se echó atrás tras marcar el gol (en realidad, fue un autogol de Ignashévich) para dormitar el balón y nuestros sueños en aburridos rondos en zonas de confort. Quisimos colonizar el inane centro del campo a la espera de que ese tirano que es el tiempo hiciera el resto y acabamos colonizando el fracaso.

Quien va a un campeonato a amarrar una victoria precaria rechazando jugar al ataque con un equipo tan inferior como Rusia merece apearse de dicho campeonato, y mejor pronto que tarde. «El miedo guarda la viña», reza un aforismo conservador, omitiendo que el miedo también puede echar la viña a perder.

No es necesario incidir en el bajo estado de forma de muchos jugadores (Silva, De Gea, Busquets, Ramos…), ni en el imperdonable error de Rubiales de echar al entrenador a dos días del primer partido, ni en la infructuosa labor de Fernando Hierro de achicar agua en un barco que se iba a pique, ni tampoco es momento de hablar del sistema ultradefensivo de algunos equipos rivales que tan flaco favor le hacen al espectáculo. Hablar de España en el Mundial 2018 es hablar de la vergonzosa estampa de un equipo timorato que muchos periodistas deportivos, vendehúmos profesionales, habían vuelto a colarnos como favorito.

Estamos fuera del Mundial. Todos lo saben. Saben eso y también que ni siquiera hemos tenido el coraje de morir con las botas puestas.

* Escritor