En el rellano de la escalera, me pareció advertir una sombra. No era tal. Mi imaginación o, seguramente, mi cansancio al llegar tarde a casa casi me hicieron ver visiones. ¿Alguna vez les ha pasado? Ya en la cama, intentando conciliar el sueño después de un día largo y una noche agotadora, adiviné en el entresueño algo parecido a un precipicio y a un subidón de estrés por acumulación de trabajo. Había empezado a sufrir otra vez esa enfermedad ya no tan rara de no saber dormir en condiciones. Posiblemente también les haya ocurrido en ocasiones que ya ni recordarán.

Me levanté al cuarto de baño, di dos vueltas a la cocina y bebí algo de zumo. Me tranquilicé. A la mañana siguiente, como si nada hubiera pasado, reflexioné sobre el miedo. El temor a un atraco, la angustia de las prisas y el pavor a un accidente. Y comprendí que, en definitiva, todo formaba parte de esa zona oscura en cada uno de nosotros que se llama miedo. No pretendo aguarles el viernes, pero estos pensamientos nacen de la experiencia involuntaria que tantas veces atravesamos en algún momento de nuestros días. Convivimos con el miedo como si fuera un elemento más de la vida, sin advertir que puede estar presente en cualquier parte. ¿O acaso no lo hay en las imágenes de hospitales bombardeados, campamentos de refugiados o familias enteras en paro?

Nos hemos hecho insensibles a esa sensación a veces tan cotidiana, que nos parece poca cuanto más se repite antes nuestros ojos. Me impactó la campaña de Save The Children en la que narra, a golpe de imágenes, el cambio de un niño feliz si la guerra sacude su vida hasta convertirlo en un refugiado. Fregar platos mientras escuchas a un voluntario contando la experiencia real es desolador. Sí, sé que esta no es la canción de un viernes, pero me da miedo contarla.