TPtor donde quiera que se camine, aunque uno sea sordo o insensible al ruido, nunca podremos evitar oír los clamores que resuenan en todos los espacios sociales, políticos o culturales de esta ciudad, de cualquier comunidad autónoma y de todo este país; protestando, reclamando y exigiendo que se enderecen y engrasen los ejes de todas las carretas para volver a marchar, como antes, con sosiego y alegría, por los caminos del bienestar, de los derechos y deberes ciudadanos y de la convivencia social, que están citados y remachados en la Constitución Española.

Desde cualquier rincón y sobre cualquier plaza pública se escuchan los ecos de toda clase de gentes pidiendo justicia, ecuanimidad, consenso y eficacia en las complejas tareas de la enseñanza, la sanidad, el crédito, el trabajo... Pues los gerifaltes y responsables de la Administración han debido perder --o mejor dicho: extraviar-- los principios y virtudes del armazón de la ética, y ya no saben distinguir ni calibrar lo que es prioritario y fundamental, de lo secundario o accesorio para la vida, la convivencia y la dignidad de los ciudadanos.

Han mezclado y traspapelado los valores que deben preceder y ser respetados en las relaciones sociales y en las prácticas políticas. Y, sobre todo, han trasgredido su orden de importancia moral en las relaciones humanas: frente a las familias, ante los colectivos ciudadanos, ante las gentes que crean y trabajan y por encima de las propias instituciones que ellos regentan.

A lo largo de estos últimos años --a causa de estas trasgresiones y de sus consecuencias desintegradoras-- han crecido en todas las junturas y resquicios del cuerpo social, una serie de colectivos o asociaciones reivindicativas, enraizadas en el descontento y en la exigencia de soluciones, que intentan, al menos, que ese cuerpo se sostenga y no se acabe de derrumbando. Son colectivos de médicos, de personal sanitario, de profesores y alumnos, de familias desahuciadas, de ahorradores estafados, de trabajadores despedidos, de ciudadanos indignados por la corrupción y de jóvenes que han perdido ya el norte de sus vidas y la esperanza de poder organizar su futuro dentro de los parámetros de igualdad, ecuanimidad, de realización personal y de bienestar familiar; que no es, ni más ni menos, que lo que el texto constitucional dice que tienen derecho.

XLA GENESISx y la resaca de toda esta marea de voces y pancartas, que se desborda por calles y plazas, parece ser muy simple. Los responsables políticos --en casi todos sus niveles, puestos y áreas de gestión pública-- parecen haber trastocado el orden de preferencia de sus valores y principios morales de acuerdo con partituras compuestas y dirigidas desde intereses extraños; que nacen y maduran en las Bolsas de Valores y en los Consejos de Administración d e los Bancos; anteponiendo siempre el dinero: negocios, beneficios y rendimientos de cada inversión de capital, a la atención y cuidado de enfermos, a la instrucción de los alumnos, a la honrada administración de lo que ya adelantaron los jubilados, a la protección de las familias, con lo que se las descuenta de sus salarios y actividades, o a otros servicios sociales que ahora solamente dan lugar a gastos, pero que en su día fueron los ingresos y rendimientos de muchos gobiernos. Tareas y atenciones siempre cumplidas y respetadas, pero que en la actual circunstancia no dan rendimientos económicos inmediatos.

Para conseguir esta reversión del orden ético y su repercusión económica --que producirá la deseada "inflación de rendimientos"-- solamente hay que reconvertir las correspondientes instituciones de servicios que los prestan: hospitales, universidades, institutos, residencias de tercera edad, etc. en negocios rentables y prósperos, mediante el simple mecanismo de disminuir los salarios de sus trabajadores, aumentar sus jornadas de trabajo, despedir a la mayoría de sus plantillas y cobrar a los futuros "clientes" parte del coste de los servicios prestados. O ceder su gestión a empresas privadas, que ya se encargarán de aplicar la reciente reforme laboral que facilita y prescribe todos estos procesos.

Las voces de ahora, las que nadie quiere escuchar, puede que se conviertan en un clamor mucho más general y airado, que ya nadie pueda acallar.