He amanecido con el regusto del bosque en la mirada, en la piel. Es un chorreo de flores de otoño por el cuerpo, como si los tiracantos allí escondidos hubieran ocupado las habitaciones de esta sinrazón.

Es un delirio inagotable. Tan pronto te sacuden las dalias, como las acacias; un hinojo de Florencia traza medusas en el aire de Madrid, o una calabaza turbante turco, explota en lo profundo del huerto, convirtiendo en un cuento de Aladino la tarde.

El bosque está inmerso en una belleza inexplicable que atiende a los latidos de las profundidades. Y a la vez está habitado por escribientes invisibles que tejen en silencio historias subterráneas como la de Alicia, Berenice, Morella o Eleonora.

Allá en lo profundo debieron brotar tantas historias como hojas caen al suelo. Imagino a los duendes removiendo el humus y haciendo germinar para el mundo libros y más libros: El Cuento de Goethe, El beso de Chéjov, Planilandia de E. A. Abbott, Correspondencia de Rilke, Aurelia o el sueño y la vida de G. de Nerval... El arte de tener siempre la razón de Schopenhauer, Historia de un arroyo de É. Reclus y otra vez Rilke escribiendo Cartas en torno a un jardín.

El otoño nos embadurna de melancolía, de cánticos escondidos, de cuentos mágicos; nos salpica de color calabaza y caramelo; nos embauca de pájaros y espantapájaros. El otoño es la estación de las urgencias amatorias. Es la convocatoria de lo sublime, por la delicadeza con que esparce los trazos de esta naturaleza entristecida.

Escribo desde un Madrid pasmado de belleza ante la penumbra que se aproxima.

Aún quedan flores en la comisura de los labios y en los cementerios... último reducto de los huesos.

¿Será que los muertos son los únicos cuerdos y relucientes seres que habitan el planeta? Será por eso que me apetece ir a hablar con ellos, a pedirles que no se vayan del todo, que sean pacientes y esperen a que lleguemos nosotros para ir juntos de la mano.

He cogido la fotografía de mis padres y por un momento, sus rasgos, parecían desdibujarse, como la arena del desierto cuando es azuzada por el viento. ¿Será que se difuminan los contornos de quienes fuimos? ¿O no será, que es pura hermosura que el tiempo y el viento vayan, poco a poco, acallando el llanto, aquietando la ferocidad del eclipse, la punzada de la privación y la despedida?

Será. Será que en la estación de los cementerios y las lágrimas, se dan la mano los vivos y los muertos. Será que aflora el dolor en dosis soportables para seguir viviendo. Será que estamos aprendiendo el camino inmutable... diseminando, como Pulgarcito, miguitas de crisantemos para no perdernos al volver.

El horizonte es una lápida, muchas lápidas, todas las lápidas. Al fondo sólo esperan las mimosas encendidas.

Un corazón de algún árbol nos dará frutos para la eternidad. Sombra para el verano y savia para los rotundos fríos del abismo.

Otoño es la flor en la solapa de un viudo. Y un cucurucho de castañas en la cesta de una viuda. La solemne estación del olmo. Y de Machado... vivo ejemplo del tajo que traza en el poema la muerte.

Tengan siempre a mano una maleta preparada para el viaje, con membrillos y libros, bisagras y tornillos para apuntalar la casa última. Yo tengo unos cuantos cachivaches pintados de otoño y devastación listos para llevar. Porque sin estas libretas llenas de incertezas y recetas, de poemas rotos y garabatos, no sabría desenvolverme en el bosque lleno de estragos, que así es como llaman en Portugal a los duendes que lo habitan. ¡Qué preciosidad!

Dicen que para ser feliz, basta con tener un propósito claro. Si me permiten, aquí van los míos: escribir sobre la hoja amarilla de un nogal rodeada de astillas y raíces, dejar reposar cada renglón en las llanuras, llorar como el sauce en dirección al infinito.

* Periodista