Por alguna extraña razón que desconozco de la ciudad donde vivo han ido desapareciendo las mimosas. Su perfume, empalagoso a veces, otras, sutil, marcaba el final de los exámenes de enero, el fin del frío y nos ofrecía promesas de primaveras tempranas y locuras de Carnaval a la vuelta de la esquina. Eso era antes, cuando las estaciones se sucedían sin grandes sobresaltos y el cambio climático nos parecía una amenaza de cómic, al estilo del agujero en la capa de ozono que ni siquiera podíamos presentir. Aparecían entonces por San Blas las primeras cigüeñas, las tardes se alargaban casi una hora desde la ya lejana Santa Lucía, y el campo se llenaba de flores amarillas que eran pura mentira. Enseguida volvían el frío, la lluvia y los exámenes a nuestros helados pisos de estudiante, pero nos parecía algo pasajero, como si las mimosas hubieran inaugurado la época feliz de las tardes sin rumbo. Su olor me ha acompañado desde entonces, y hoy, incluso hoy, el oro de su presencia relaja mis ojos, como si todavía estuviera sentada delante de los apuntes bajo la luz mortecina de un flexo negro. No son nada, unas florecitas que se deshacen en la mano, una dulzura efímera que da paso a la primavera de verdad, y luego al calor espantoso que ahora decimos echar de menos. No son nada, pero las han ido eliminando de la ciudad en que vivo. El otro día un jardinero me explicó que sus raíces se multiplican, que son una planta invasora y que a su lado no dejan crecer ninguna otra especie. Cualquiera lo diría de sus delicadas flores, de esa sensación fugaz de su aroma al atardecer. Sigo rastreándolas en estos paseos desangelados que he vuelto a retomar para no dar vueltas a otras cosas. Ha pasado un año ya. Muchas muertes, mucho dolor, la ruina, el desamparo de todos, el agotamiento. No pudimos disfrutar de la primavera pasada, nadie sabe qué pasará con esta que viene ahora, con este anuncio breve de la hermosura que llegará, con este alivio pasajero que quisiéramos fuera para siempre. Ha empezado febrero, han acabado los exámenes de enero y el carnaval no espera a la vuelta de la esquina. Pero las mimosas se empeñan en florecer, en resistir, en esparcir cada tarde desde sus raíces fuertes y peleonas la dulzura de un presagio que ojalá se cumpla.

*Escritora y profesora