Dramaturgo

Febrero es mes de mimosas, de ramos amarillos que huelen a desnudo, a primavera adelantada, a rayos fríos de sol. Badajoz es ciudad de mimosas y su perfume, el perfume de mimosas, sale por los zaguanes de las casas bajas del Casco Antiguo para que lo respiren los canónigos que pasean al mediodía. Badajoz es ciudad de mimosas y canónigos, hasta tiene ilustres hijos que sin serlo, parecen canónigos. No cito a ninguno porque con la carrera que llevan, igual se lo creen.

Badajoz es ciudad de mimosas, flor más que ideal para trasvestirse en la penumbra de una alcoba y salir a la calle disfrazado de viuda y llegarse a San Roque a llorar de verdad lo que otros lloran de mentira en el Entierro de la Sardina. Conozco a un amigo que sólo llora una vez al año, con ganas, con hipidos violentos, el martes de Carnaval, en Ricardo Carapeto, rodeado de viudas falsas que creen que llora jugando: Me despatarro llorando por todo, allí, con el sostén apretándome las axilas. Lloro como una magdalena inconsolable. Luego, el miércoles de ceniza, me meto en mi despacho del SES y sigo con mi sonrisa un año más .

Dice una frase genial: que todo ciudadano pacense pasea las tardes de los domingos del brazo de su viuda, yo añadiría que con un ramito de mimosas en la solapa cuando es febrero, y un transistor adosado en la oreja cuando el Badajoz juega (y gana) en Leganés.

Entonces florece febrero en Badajoz, florecen los domingos pacenses y las viudas falsas se prueban su disfraz del Carnaval próximo.

Badajoz es ciudad de mimosas y moreras, de canónigos y viudas, casi todos falsos, de domingos florecidos y miércoles de cenizas y rescoldos. Sólo una ciudad así puede ser amada hasta el odio.