Como está cada vez más claro que nos espían en nuestras propias casas, yo trato de sembrar pistas que consigan confundir al ojo siempre vigilante de los buscadores.

Por ejemplo, busco viajes que sé que nunca emprenderé, rastreo habitaciones de hotel en pueblos perdidos que no visitaré nunca, y acepto sugerencias sobre qué visitar en cada destino. Parece una pérdida de tiempo, lo sé, pero la cultura general que estoy adquiriendo no es para reírse.

A poco que te esfuerces, eres capaz de encontrar trescientas listas de los lugares más bonitos, más pintorescos, más con encanto, o sea, encantadores, de España. Playas desiertas que no te debes perder, pero que de desiertas ya tienen más bien poco, montes que debes escalar al menos una vez en tu vida, aunque sea haciendo cola sin oxígeno y al borde de la congelación, y singularidades que sospechosamente van siendo cada vez más plurales, como si rellenaras un cartón de bingo obligatorio en el que cada número fuera un destino para tachar.

Otras veces busco trajes regionales de Albania, por ejemplo, o ultramarinos de Calatayud, morteros acústicos o trikinis de cuello alto, o cualquier otra tontería que se me pase por la cabeza, y siempre, siempre, encuentro resultados.

Internet se ha convertido en la tienda de pueblo de toda la vida, con una trastienda oscura en la que a poco que el tendero se esforzara, podía encontrar de todo, y si no, se pedía fuera. También grito por la casa cuando conecto algún electrodoméstico para que a los pobres que escuchan, sean robots o no, les sea más fácil transcribir lo que hablamos en familia.

Los pobres deben de andar locos con nosotros, al mismo borde de la desesperación. Cuando enciendo el ordenador me persiguen hoteles y lugares para descubrir, gorros libaneses, salazones bilbilitanas y modelos de tallas grandes a punto de hacer estallar el neopreno de pedrería en el que se resguardan las lorzas.

Mi teléfono está lleno de sugerencias musicales enloquecidas que tratan de adaptarse a algo intermedio entre la tercera edad y la adolescencia, una especie del rubio de los Pecos rapeando en el fondo del mar de Bob Esponja.

Todavía no sé cómo suena, tengo que reconocerlo. Ni abro los anuncios, ni reservo habitación ni he comprado nunca el traje de baño enterizo ni la falda de campesina eslava. Tampoco sé muy bien si he conseguido burlar a los buscadores, que deben de hacer tesis doctorales sobre nuestros gustos, pero me queda la sensación agridulce de ir un paso por delante de ellos, de gastar bromas, de reírme un poco de cómo creen conocernos.

Un día van a darse cuenta y tendremos un disgusto, mientras tanto yo buceo en la tienda de barrio en que se ha convertido internet, a punto de embutirme en una faja reductora que promete hacerme adelgazar diez kilos si ando diez kilómetros al día, al compás de la música de un cantante trapero que suena igual, igual que la patrulla canina en un día de furia.

Al menos nos queda la pequeña rebelión de la risa contra el inmenso poder del Gran Hermano.