Primero, se trata de una insinuación, afectuosa o interesada, por parte de alguien cercano. El aludido/a rechaza la sugerencia, como si se tratara de algo diabólico, y aporta sólidos y vehementes argumentos que intentan demostrar que es matemáticamente imposible que Zapatero le vaya a llamar para ofrecerle una cartera ministerial. Pero lo mismo que sucede con los celos y las sospechas, la posibilidad se envisca atormentadora, se desarrolla, crece, y comienza a estar presente en el pensamiento, y se enroca a pesar de las órdenes para despacharla.

Luego, hay momentos de debilidad en los que el/la ministrable se deja llevar por la pendiente de las amables especulaciones, y en esos momentos difusos que separan la vigilia del sueño, en esta tierra de nadie entre la consciencia y la inconsciencia, se ve a sí mismo/a prestando juramento, acudiendo al consejo de ministros, tomando posesión.

Sería un colofón merecido tras muchos años dedicado a la política y, al fin y al cabo, otros/as han sido nombrados con menores merecimientos y currículo más modesto, y eso sí que, en todos los casos, resulta irrefragable, porque hemos llegado a niveles de desprestigio casi indecoroso.

No obstante, al día siguiente, se impone el raciocinio, se intenta no caer en la tentación, pero la vanidad es un gusano que se alimenta de cualquier cosa, y se recuerdan las palabras, las miradas, los comentarios del pasado, como si fueran hígados de oca para desentrañar por los arúspices.

Procura estar siempre localizado/a, y, como esos adolescentes a los que nadie llama casi nunca, abren el móvil con el temor de que se haya perdido una llamada, precisamente la que, aun a pesar de los racionalistas rechazos, más se espera. Es una Semana Santa al revés. Todos los ministrables esperan el domingo de gloria, pero viven un continuo jueves de pasión, una espera desasosegante en el huerto de los olivos, que puede desembocar en un viernes de dolores.