El ser humano tiene cierta tendencia a creerse no ya el centro del mundo, sino del mismísimo universo. Esto revela una ignorancia de dimensiones descomunales, porque la física, que es una materia científica tozuda, nos demuestra empíricamente que apenas somos una mota de polvo en la inmensidad de la existencia.

Desgraciadamente, y pese a las nefastas consecuencias del seguidismo de esa idiosincrasia, aún pervive ese ombliguismo tan aldeano, ese egoísmo asfixiante, y hasta esos «yo, me, mi, conmigo» que ignoran una realidad que nos obliga a convivir en sociedad.

Hay cazurros que andan queriéndose situar al margen de la globalidad, anclados en nostálgicos proyectos que se sitúan extramuros, como si aquello en lo que creen, su isla mínima, fuese un ente autosuficiente y absolutamente ajeno a su entorno, como si no existiese nada fuera del pedazo de tierra que habitan, con sus límites geográficos ilusorios y su breve e intrascendente historia.

Y esto ocurre, paradójicamente, mientras que, en otras latitudes, invierten grandes cantidades de dinero, y lo más florido del conocimiento y pensamiento contemporáneos, para tratar de descubrir los confines del cosmos, para encontrar entornos aptos para el surgimiento de la vida, y para plantear proyectos de colonización en algunos planetas y satélites que se vislumbran compatibles con la naturaleza humana.

La ideología nacionalista fue el germen de las grandes guerras del siglo pasado. Y, como el ser humano es persistente en el error, vuelve a encaminarse hacia los mismos precipicios en los que ya se descalabró.

Por eso, frente al afán por desmadejar lo que tanto costó tejer, no basta con ejercer un papel de observadores, ni con quedarse como pasmarotes contemplando las distintas etapas de una carrera suicida que avanza, inexorablemente, hacia el desastre.

Frente a la voluntad de repetir pretéritos, e históricos, errores, no cabe otra que actuar, con firmeza, para evitar males mayores.

Da igual si algunos utilizan sus medios de «agitprop» para denostar la legalidad y los preceptos constitucionales. En un Estado de Derecho, en una democracia, en un régimen constitucional, la ley es la máxima garantía de la libertad, de la igualdad y de la justicia.

Sin ella, solo hay lugar para el caos y el totalitarismo. Por eso, hoy, aún más que ayer, la decisión de aplicar el artículo 155 solo puede calificarse como una necesidad perentoria, y, sobre todo, como una obligación moral.

El orden constitucional ha de volver a regir en esa autonomía española que es Cataluña.