Pasaron los Goya y están a punto de llegar los Oscar. El cine hace balance de su año recién pasado y reparte premios a mansalva. Pero siendo las películas lo más importante, resulta que, por momentos, parecen serlo más aún las galas y ceremonias de entrega, el evento, la promoción, el escaparate, el envoltorio, que el producto en sí. De acuerdo. ¿Por qué no? Estamos en el mundo del comprar y vender. Compremos, pues, la idea. Pero procuremos venderla, eso sí, lo mejor posible.

Y no sé yo si nuestras ceremonias de entrega (llámense Feroz, llámense Gaudí, llámense Goya) aciertan del todo en sus propósitos. ¿De que se trata? ¿De celebrar el cine? Vayamos, pues, a ello. Pero de la misma manera que no se perdona una película aburrida, con caídas de ritmo, errática en su contenido, no debemos permitirnos una celebración repetitiva, cansina, lastrada sobre todo por un inacabable rosario de agradecimientos. Ya sabemos que casi todo lo que se consigue es gracias a la ayuda de un amplio equipo, gracias a la bondad y buena voluntad de muchos extraños, gracias a padres, hermanos y sufridas esposas que velan nuestras largas ausencias en rodajes lejanos. Pero precisamente por eso, porque lo damos por sabido, ahorrémonos -¡por favor!- esa letanía tan propicia al amodorramiento.

Creo que de la misma manera que se dedican horas y horas a concebir la gala y elegir al mejor o mejores maestros de ceremonias, debería emplearse un tiempo -largo, largo, largo tiempo- a encontrar una formula definitiva para que, manteniendo los ganadores su minuto de gloria, no lo prolongaran en minutos de tedio para los pacientes espectadores.

Quizá bastara con un emocionado «¡Muchas gracias!» y 30 segundos por premio, al tiempo que, en la parte inferior de la pantalla, corriera la cinta digital con las muestras de gratitud y dedicatorias que los candidatos, previsores, habrían facilitado de antemano a los organizadores del evento. Se me ocurre. No sé. Igual es una estupidez. Pero igual a alguien se le enciende la bombilla.

* Actor