En las misas de réquiem te mueres un poco. En los días lejanos de la juventud, morir era trago ajeno. En aquellos días, los funerales eran acontecimientos extraños. Se morían los viejos, que, como todo el mundo sabe, están hechos para morirse. Como una paloma herida en un alféizar. Lo suyo es que se muera. De frío, de hambre, de la propia herida. Como el perro que la huele.

Morirse en verano es un tanto accidental. Se muere mejor en invierno. Los funerales con frío resultan primorosos. Allí estaba yo, abrigado, en el último banco, como huyendo del embarque; solo entre la gente sola, agua bendita, la señal de la cruz sobre la tapadera del pensamiento. Cinco curas celebrando. Frente a ellos, en formación, una tropilla de amigos, conocidos y familiares del finado. El alcalde (de servicio). Fila siete. Y la sesera que se te levanta y te dice que te estás muriendo.

En mis años de bachiller se me murió una compañera de pupitre. Meningitis. Aquello sí que fue morirse. Estábamos todos en el sepelio. Salamanca, San Marcos, la redonda. Las iglesias deberían ser siempre redondas, como el teatro de la vida, como el santuario del toro. Ni dentro, ni fuera. No cabía otro aliento. Ofelia se murió a contracorriente. No faltó nadie al responso por su alma. Se murió triunfante sobre la muerte. Se murió cuando aún estábamos vivos; revoloteando sobre el llanto de todos sus deudos.

Ahora, a esta edad cochambrosa que me aprieta, lloramos menos en las misas de réquiem. Hoy hay, hay hoy, funerales sin jóvenes. Olas de gente mayor que van a morir en la playa del último día. Allí estaba yo, banco de atrás, tratando de encontrar, aunque fuera por asomo, alguien, un ser vivo, un aliento que aún alentase, más joven que yo. Quince filas más allá, dos. Otro, entre cientos. Y la certeza de que morir de viejo es menos morirse porque llevas años de funerales en los que te has ido consumiendo.

Mi padre leía los periódicos principiando por las esquelas. Hay quienes compran el periódico por las esquelas. También se han muerto. Ahora sé que mi padre era por entonces, además de mi padre, viejo. Por eso en las esquelas ajenas buscaba los augurios de la propia. Uno, dos,… hay días en que se te mueren tres. Y todo se achica y empiezas a pensar que te vas a quedar con las llaves de un mundo ya ido por siempre.

De entre los cinco oficiantes, el más joven, que rondará los sesenta, con el hisopo asperja el agua bendita sobre el cadáver. Comulgan. Cantan. Yo siempre he cantado mal. Ni he sido monaguillo, ni le he tenido querencia al sacerdocio. He sido de banco último, más de mirar que de ser visto. Más de ver cómo, en hilera, se van colocando para comulgar que de comulgar. Y hoy les veo mucho más viejos, como si los años les hubieran dado alcance.

Termina el funeral corpore insepulto. Salimos (los vivos). También el muerto. Y los muertos de antes salen también y vienen con nosotros y se nos cruzan en la charla. Te reencuentras con los náufragos, avejentados y cansados. Están, pero cómo están. ¿Y qué fue de los otros? Los que ya no envejecen. Los que decoran el tiempo pasado con su presencia ya inmarcesible. Dejaron de transitar por los andurriales del presente. Dejaron de pensar. Dejaron de respirar. Pero, sobre todo, dejaron de estropearse, de envejecer, de agonizar. No están, pero, entre los vivos, por un momento, se me aparecen y los muy tunantes se conservan lozanos. Les echo cuentas. Fulano tendría ahora tantos años, Mengano murió ahora hace tantos otros,... El ataúd entra en el coche fúnebre, despacio, encaja dulce, se desliza mansamente hacia adentro, hacia el vientre oscuro y cálido de la madre.

Me voy calle abajo, como las aguas que van a dar en la mar. Solo. En soledad. Y, solo, pienso que antes me saludaban más, que ahora me saludan menos, porque los hay que han vuelto al vientre de la madre. Donde me saludaban doce ahora me saludan seis. Mañana cinco si hubiera velorio. A mi espalda el humo del cirio pascual, el blanco palio del bautismo, Dios y un océano de aguas benditas. Tenebrae factae sunt,... Es hora de vísperas, debería empezar ya a leer los periódicos por las esquelas. Kyrie Eleison, kyrie…

Rendido ya en mi sillón, los ojos dormidos en un grabado, nuestro señor Don Quijote -derrotado-- camino de bien morir, recordé el lema que aparece en la primera página de la edición príncipe de la obra cervantina: post tenebras spero lucem. Un halcón ciego y un león dormido. Y en esto quedé absolutamente ausente.