Filólogo

Un trasiego. Gracias a las deportivas, el vaquero y la mochila he podido soportar las manifestaciones contra la guerra, las romerías, el Womad, las comuniones y los mítines. Nada como un buen equipo. Apenas te acercas a un mitin te lo suelta el optimista: --no hay equipo, cada uno va por su cuenta, un desbarajuste.

--Vengo porque uno tiene su ideología, y le tira, no por estos demóstenes.

--No pensarás que te van a explicar aquí la Suma Teológica.

--No, pero podrían enhebrar dos frases.

Y es que asistir a un mitin, tortura. Si uno está dispuesto a sacrificar la integridad física en aras de su ideología, Dios le bendiga, pero si no, os aseguro que es puro taladro escuchar a gente que suda y tiembla, que empieza por el final, que no sabe disponer, exponer ni organizar la elocución, distinguir las partes, vencerse en una o entonarse en otras, que no pone en pie un argumento bien construido, que únicamente descalifica y grita a destiempo; que se ahoga en la frase hecha, gastada y se acorrala en la impotencia repitiendo que al vulgo hay que hablarle en su lenguaje. Ni modulación de voz, ni matiz, ni mirada sostenida, ni reclamo ni incitación al auditorio: la mayoría desconoce el arte de hablar en público.

Ciertamente aquí nadie nos enseñó a hablar de pie, tal vez ni a hablar. La palabra, el estrado y la tribuna estuvieron durante mucho tiempo secuestrados, la oratoria era privilegio del púlpito y sólo se abría la boca para pedir perdón. A pesar de las generalidades, de la facundia desbordada de estos Fray Gerundios de Campaza logorreicos, el mitin sigue siendo el foro de la palabra y los sofismas y uno se percata de que el mitinero actúa en conciencia cuando se ajusta la corbata o manipula el micrófono y de que dice la verdad cuando señala con el dedo o mueve la cabeza, pero cuando abre la boca... ¡Como para no ir bien equipado!