WLw os acontecimientos de Lloret de Mar han sido bastante más que un desagradable episodio de la temporada alta de turismo. Puede que cuanto ha sucedido, más el disgusto de la población autóctona y el compromiso de las autoridades, marquen un punto de no retorno, porque lo cierto es que lo vivido allí, si se repite con mucha frecuencia, puede dañar la imagen internacional de la Costa Brava y del turismo de costa español. Quitar importancia al caos etílico, como se ha querido hacer desde algunos sectores, es tanto como apostar a que más temprano que tarde volverá a darse una situación como la de hace unos días. A diferencia de otros sucesos de complejísima raíz que puntean este verano desbocado, los factores determinantes de los disturbios de Lloret de Mar son bastante fáciles de identificar. Puede afirmarse que son la consecuencia lógica del turismo masivo low cost, de los establecimientos con tarifas de todo incluido en un medio urbano, de la concentración de segmentos sociales muy específicos de toda Europa reunidos en un espacio muy reducido y, por qué no admitirlo, de la fama cultivada por Lloret durante años de tener organizado algo así como una juerga permanente y desinhibida. En realidad, todo puede resumirse en una sola conclusión: no es deseable el turismo intensivo que funciona con márgenes de beneficio muy pequeños, pero moviliza a un gran número de personas. Mejor dicho, solo es admisible si el lugar de acogida está dispuesto a tirar por la borda la imagen de fábrica que acompaña a cada destino de verano. Y este es el riesgo de Lloret, que no debería extenderse por el litoral español.