En un artículo reciente, la escritora Claire Dederer exponía sus ambiguas impresiones ante la obra de artistas que ella considera «monstruos morales» (Roman Polanski, Woody Allen, William Burroughs, Richard Wagner...). Todos -dice- hicieron o dijeron cosas terribles, pero también crearon obras de arte maravillosas. ¿Qué hacer, pues, con respecto a ellos? ¿Debemos apreciar su valor como artistas independientemente del respeto que nos merezcan como personas o ciudadanos? ¿O debemos vincular ambas cosas -tal como se está haciendo, por ejemplo, con los artistas acusados de abusos sexuales en EEUU, a los que se intenta denigrar también profesionalmente-?

La verdad es que este asunto va mucho más allá de lo que expone Dederer, y toca cuestiones muy polémicas. De entrada, la confusión entre la condición moral de alguien y su competencia o dignidad profesional no se da igual en todos los ámbitos laborales. Nadie querría acabar con la carrera de un artesano si se descubriera que es un criminal (algunos, incluso, cifrarían la posibilidad de su reinserción en el digno ejercicio de su oficio). Y todo el mundo aprobaría el trabajo de un físico o biólogo (sobre todo si proporciona beneficios) aun cuando se le considerara moralmente un indeseable. ¿Por qué algunos pretenden otra cosa en el mundo del arte y a que Kevin Spacey, Woody Allen o Román Polanski (monstruos indiscutibles, por ejemplo, del cine, pero también -se dice- de la inmoralidad) se les deje de honrar como artistas, se boicoteen sus películas o se les impida ejercer -en tanto legalmente puedan- su oficio?

Uno de los tópicos que justifican esta diferencia de trato es la creencia de que en el arte -a diferencia de lo que ocurre en la artesanía o la ciencia- está implicada de lleno la subjetividad del creador, sus valores, su forma de ver el mundo, por lo que, o bien suponemos un trastorno disociativo (al estilo del doctor Jekyll y Mr. Hyde), o bien concluimos que alguien muy malo (un «monstruo moral») no puede hacer algo bueno y bello (una obra de arte), ni ser, en nada, un ejemplo para los demás. Ahora bien, este tópico contiene varios errores.

El primero es confundir lo «bueno» con lo «moral». El arte es autónomo con respecto a los valores convencionales (lo moral). Su función no es moralizar, sino crear algo «bueno», donde lo bueno se roza con lo bello (o estético) solo por el lado de lo ideal (o ético). En este sentido, un buen artista no solo no tiene que ser «decente» (moral), sino que igual tiene que ser hasta «indecente» (políticamente incorrecto, crítico, burlón, subversivo), como tiene que serlo todo idealista, y sin que esto signifique, por supuesto, que permitamos (por mor de su arte) que sea un criminal -el fin no siempre justifica los medios-.

El segundo error consiste en suponer que alguien puede ser «radicalmente malo», de manera que no pueda nacer de él nada esencialmente bueno (ni en el sentido moral ni en el ideal). Pero esto es falso. Los «monstruos morales», con su tendencia invencible e irracional al mal, no existen (para consuelo de los moralistas más vengativos -pues a una bestia así no le puedes culpar de nada-). La prueba de hecho es que algunos «monstruos morales» hacen películas o novelas monstruosamente buenas. La prueba de razón es más discutible: nadie en su sano juicio escoge lo que cree malo, sino lo que cree bueno, aunque -obviamente- se equivoque cuando cree mejor que peor abusar de su poder, violar, matar o exterminar al prójimo.

Lo que en cualquier caso, y por de pronto, debemos hacer es no aumentar el mal, sino el bien: si lo más bueno que alguien tiene es su arte, ¿a qué no reconocérselo o negarse a que lo ejerza. Y ya, de paso, y con carácter preliminar, ¿no sería también estupendo dejar de juzgar a gente desconocida (los personajes públicos) sobre cosas idem (su vida privada) para lograr ese placebo moral con que los pobres diablos nos refocilamos linchando «monstruos» y sintiéndonos, por un rato, el ángel exterminador que no somos? Una cosa es perseguir delitos, que está muy bien, y otra es el juicio moral: un arte tan difícil y delicado que, en rigor, solo deberíamos ensayarlo con nosotros mismos.