Las prioridades de los seres humanos difieren notablemente. De ahí la máxima «Lo que para unos es trapo para otros es bandera». Y así las cosas, mientras algunos nos sentimos orgullosos de alcanzar la panadería de la esquina en plena ola de frío, pertrechados con botas, guantes, bufanda y abrigo polar, un grupo de aguerridos alpinistas se disponen en estos momentos -o al menos es su objetivo- a coronar la K2, apodada con razón «la montaña salvaje», un mamotreto de piedra de 8.611 metros al que nadie ha llegado jamás.

La sola narración de la travesía produce escalofríos: 60 grados bajo cero, horribles vendavales y la necesidad de llevar bien cubierto todo el cuerpo por miedo a que se le congelen a uno las pestañas (y no es una metáfora).

Así es la historia de la humanidad: empeñarse en grandes proezas, aun a riesgo de perder la vida, cuando la inmensa mayoría no daríamos un céntimo por vernos envueltos en semejante infierno.

Mientras estos alpinistas se afanan en su legítimo derecho de subir a cotas hasta ahora inalcanzables para el hombre, yo prefiero centrar la atención en otra batalla que se libra a ras del suelo: la lucha contra el dichoso coronavirus.

Las noticias no son excesivamente halagüeñas: Inglaterra recurre a un confinamiento duro (como el de marzo), en España alcanzamos récord de contagios, y el planeta observa con comprensible escepticismo la campaña de las nuevas vacunas.

Con un virus nuevo como este es difícil discernir cuándo vamos a coronar la cima. Han sido tantos los errores políticos, las noticias contrapuestas, los imprudencias temerarias de muchos ciudadanos, por no hablar de las dramáticas cifras de fallecidos, que uno tiene la sensación de que la humanidad completa se dirige a escalar un ochomil en bañador, camiseta de tirantes y sandalias.

En esta crisis sanitaria, como dicen los alpinistas, «llegaremos hasta donde nos deje la montaña».

*Escritor