A veces las palabras viven expatriadas en la gruta del alma. Para mí, esa gruta es la bodega en la que se mantienen frescas las tinajas del insomnio. La noche tiene alas y todas las aristas del día se erizan al doblar las esquinas de la sábana.

Alguien nos hiere durante el día y esa ternura magullada escuece durante toda la noche, inalterable, pero no importa porque las heridas regeneran la piel en brotes de seda nueva, un atlas de flores dispuesto para guerras venideras o nuevos infortunios que acaben con nuestros huesos de nuevo en la bodega.

Allí abajo vivimos. Allí, bajo una lluvia de uvas y agitación de todas las vides.

El mundo se piensa mejor en lo profundo de una bodega. Paisaje inagotable de incontables tinajas de insomnio.

Padecemos alopecia y melancolía. A falta de viajes reservamos libros y horas de peluquería.

Quedan nuestros restos estampados en el espejo. En los armarios, la ropa de ayer se ha quedado sin sentido, sin horizonte ni paseo, sin cuerpo al que acoplarse; parece la ropa de alguien que fuimos hace mucho tiempo.

Escribo la palabra dolor y rebrotan súplicas de verano y sal. Marco Polo ha vuelto a las piscinas. No hay factor de protección que pueda con las quemaduras de esta nueva forma de soledad. Ser poeta no es fácil, tampoco lo es no serlo, porque acabas muriendo en el charco del intento. La nueva soledad es no saber muy bien sobre qué escribir para no perder adeptos.

El cansancio es la rutina y la rutina es saltar sobre los titulares hasta encontrar una playa. Pasar página es la receta que dispensan los médicos, tres al día: la página política, la sanitaria y la de futuribles en general.

-Nada de telediarios y noticias; consuma felicidad toda la que pueda, en pastillas o en polvo pero por Dios santo ¡beba mucha mucha felicidad!

-Sí, doctor, pero si lo hago cada día, se lo aseguro.

-Uhmmm, no le veo yo a usted pinta de tomarse en serio eso de la felicidad.

- Y ¿eso se bebe en frío o caliente con unas gotas de limón?

-Mire usted, eso se bebe y punto. Tanta tontería ya.

El científico nos observa con ojitos de cordero degollado, mientras un poeta se empeña en sembrar amapolas; un escritor se afana en recoger premios; un periodista se aplica en contrastar bulos o una madre se multiplica por mil.

Ser hombre y levantar un país encorvado no es fácil. Tampoco ser mujer y soportar a palos la envenenada convivencia. Ser, simplemente ser, se ha puesto por las nubes.

Ululan tormentas. Nos falta paciencia para detenerlas.

Está muriendo un melancólico mes de junio sin ferias ni verbenas que acaso reverberen un redoble de sandía en los pobrecitos pueblos de cal y siesta.

No sabemos tampoco cómo serán los besos. Si habrá besos o habrán quedado doblados y perdidos entre las dobleces de la mascarilla. Deseables y moldeables besos de arcilla.

Voy en pos de un verano acuciante, en pos del sonido de olas rompientes, del olor de las algas enredadas en los tobillos, adornos ofrecidos por el mercadillo del mar. Busco la sensación de sábana blanca, lechosa, que calmaba la quemazón del sol en los hombros; el imperecedero olor de mi madre enfundada en su belleza de olores frutales y polvo de talco. Busco algo que ya no podré tener nunca. La incandescencia de aquello que existió y se evaporó: el claxon del coche de mi padre llegando a casa con el maletero lleno de sandías...

Cada uno lleva un abismo dentro de otro abismo. Así, hasta formar el avispero del corazón. Y cuando todo se agita y arbola, se eriza y ondula, sólo nos queda regresar a la bodega del insomnio. Allí abajo, donde todo se conserva en cajas y tinajas a salvo de la luz cegadora y la intemperie, sólo allí, ahonda el hombre en su hondura.

*Periodista.