Historiador del Arte

Somos testigos en estos días, entre resignados y tristes, del inminente derribo de uno de los edificios con más personalidad del paisaje urbano de Cáceres. Se trata de una de las creaciones más singulares de la arquitectura de la Autarquía franquista en nuestra ciudad, que, desde su construcción en 1954, ha sido testigo de privilegio desde su esquina entre la avenida de España y San Pedro de Alcántara de nuestra historia más reciente, de nuestro devenir como habitantes de nuestra ciudad: de nuestra vida.

Es una arquitectura dotada de una gran originalidad, comparable en términos de igualdad a la desarrollada por reconocidos autores en otras ciudades españolas. Una arquitectura de la que ya hay que hablar, no lo olvidemos, como arquitectura del siglo pasado , cuyo valor histórico insustituible reside en ser fiel reflejo de un tiempo de transformaciones cruciales en la sociedad extremeña, de su irrupción en la modernidad. Arquitectura de calidad, útil y bella, fácilmente aprovechable para los usos de nuestro tiempo, ya que se identifica con los presupuestos del racionalismo arquitectónico, muchos de los cuales disfrutan aún de plena vigencia. Por esto último, se nos hace aún más inexplicable su desaparición: ¿para sustituirlo por qué edificio? Cáceres no es Nueva York, ni Cánovas su Central Park. A pesar de que durante el pasado siglo se llegó a edificar más que en el resto de la historia de la ciudad --o precisamente a causa de ello-- hoy asistimos a la rápida desaparición de estos testimonios, relegadas al papel de objetos de uso modificables y desechables, ajenos a nuestro concepto de Patrimonio Cultural , que suele asimilarse de manera errónea a la cualidad de antiguo . Pero no sólo la bóveda o el retablo son Patrimonio, sino que lo es todo aquello que nos explica tal y como somos, nuestra raíz y nuestra huella, nuestro modo de vivir y de interactuar con nuestro entorno, y, por supuesto, nuestra herencia a las generaciones que han de venir. Me atrevo a pensar que una gran mayoría de cacereños se siente más identificada afectivamente con el Bombo de Cánovas, con la palmera de Calvo Sotelo, con el desaparecido hotel Extremadura , o con el edificio del que ahora hablamos, que con un excelso palacio de la Ciudad Monumental (que será Patrimonio de la Humanidad , pero, ¿la sentimos así los cacereños?). Estos otros monumentos vivos , que casi sin darnos cuenta, han convivido con nosotros cotidianamente, viéndonos crecer y envejecer, tienen un componente afectivo innegable, ocupan un lugar de privilegio en nuestros archivos de memoria, son señas de identidad , y están profundamente arraigados en nuestro paisaje urbano. Por todo ello, son sentidos como propios por los cacereños, es decir, constituyen nuestro Patrimonio más auténtico, en definitiva.

En palabras de Riegl, "lo que hoy es moderno, irá paulatinamente convirtiéndose en monumento". Si lo permitimos, claro. En este caso, otro más, botón de muestra de una corporación municipal siempre complaciente --y complacida-- con los intereses de grandes propietarios y constructores, no será así. Desaparecerá. Y, más allá de su gran valor histórico, lo que pesará en todos nosotros será una sensación íntima de vacío, de pérdida. Como cuando desechamos un antiguo mueble, pero aún esperamos tropezar con él y recordamos la sensación de su tacto, así nos sentiremos al pasear por donde estuvo. Como actores a quienes les ha sido robado el decorado, nos veremos deambulando por nuestra ciudad como por un escenario incoherente, traicionados por el tramoyista.