Escritor

Hubo un tiempo en que los españoles teníamos al mundo agarrado por los huevos. Un tiempo en que el embajador de España en Nápoles usaba para llamar a sus criados las campanas de la iglesia y, una vez que los altos mandatarios napolitanos le hicieron llegar sus quejas, el embajador, indignado, dejó las campanas y se puso a llamarlos a cañonazos. Eramos arrogantes porque éramos victoriosos. Pero el tiempo nos ha enseñado que la victoria estaba de nuestro lado sólo porque era nuestro siglo. Ni Quevedo ni Cervantes ni ninguno de aquellos magníficos hombres tuvieron mucho que ver en toda esa grandeza. Siempre ha sido así, lamentablemente. Cada siglo va concediendo oportunidades a una raza. Y ahora está la patata, caliente de bombas y kalafnikovs, en las manos de América.

Tampoco en esta ocasión los norteamericanos debieran presumir de que su altura les llega por su dinero o por su ciencia, no sea que les crezcan armadas invencibles en las esquinas de los océanos. A todo Napoleón le espera su santa Elena. América es triunfante ahora por la sencilla razón de que es su turno, su siglo. Le vale la fatiga de Europa y el letargo de Oriente, como a nosotros nos valieron otras cosas.

Pero un día llegarán las rebajas, el llanto y el rechinar de cuantas bancarias y entonces sí será de lamentar que España, con tantos siglos de experiencia y de sangre a sus espaldas, se aflija por no haber sabido estar en el lugar que le correspondía y que todos los españoles pidieron a gritos, a golpe de pancarta, en manifestaciones unánimes donde se oían gritos de paz en todas las lenguas que por estas tierras fue ahijando el Imperio.

El sentido común, que nada tiene que ver ni con la Historia ni con las razones de Estado, dice que el sitio oportuno para un pueblo está en colocarse al lado de los que sufren. Pero los países poderosos levantan los imperios sobre las derrotas ajenas, olvidando demasiado pronto que las derrotas no crean pueblos hermanos, sino espíritus enfrentados. Por ahí le vino a España su leyenda negra y por ahí le vendrá a los Estados Unidos. Los de la Casa Blanca son como los de Gallina Blanca, quieren estar en todos los caldos, dar sabor a todos los guisos, y eso acabará por hacerlos aborrecibles.

Otra cosa sería que los países poderosos, España entre ellos, se hubiesen puesto de acuerdo para conceder la amnistía fiscal a los del Tercer Mundo. Otra cosa sería si la ONU no fuese una mera fábrica de crear funcionarios y sirviera para poner control sobre la ambición de unos pocos. Otra cosa sería si la plataforma del 0,7 hubiese hecho realidad sus objetivos. Otra cosa sería si el Gobierno de España levantara su voz con autoridad y sin complejos reclamado el fin de las descabelladas inversiones en la industria armamentística. Si los pueblos, como quería san Pablo, se uniesen a nosotros, los occidentales, por admiración de nuestras obras y no por la coacción de nuestras armas. Entonces sí sería un orgullo ver cómo nuestros hombres desfilan por esos países de Dios, portando la bandera de la cultura y de un bienestar que salpicase a todos.

Pero para andar pegándole tiros a cuatro desgraciados sin saber bien cómo ni por qué; para morir despachurrado en cualquier camino o en cualquier carretera sin más objetivo que el de engrosar la cuenta corriente de algún tipejo que se ríe de la patria y de los hombres: para eso que se queden nuestros muchachos en casa viendo jugar al Extremadura, que también se sufre, o leyendo Yo maté a Joaquín Sabina, que es una muerte sin dolor, que entretiene y, puestos a engordar, al menos engorda la cuenta de alguien conocido.